Batallitas

Mis experiencias como estudiante extranjero en la Universidad de Warwick

He aquí algunos ejemplos de las búsquedas que han conducido a mi blog:

Decadencia de la antigua roma de la cocina dios (¿comorrr?)
Maquinas para moler cascotes (con los cuernos hombre...)
Posters de la segunda guerra mundial (el unico tipo interesante)
Granada pub ambiente lesbianas O.O
John Travolta en sandalias (¡Fetichista!)

lunes, febrero 14, 2005

X. El Sindicato de Estudiantes

Ya he mencionado de pasada el sindicato de estudiantes. Pero, ¿qué es el sindicato de estudiantes?.

¿Es un centro de iniciación en la militancia de izquierdas?, en parte. ¿Es una organización estructurada que lucha por defender los derechos de la clase marginal de la universidad, es decir, los estudiantes?, en otra parte.

Estas dos partes, sin embargo, son dos muy pequeñas partes de lo que se trata el sindicato de estudiantes. Fundamental y principalmente, el sindicato de estudiantes es un bar muy grande y muy barato, con lo cual ya ha satisfecho al 99% de la población estudiantil, ha salvaguardado sus derechos fundamentales a una cerveza barata y ha promovido la unión (carnal) y acercamiento (sexual) de sus miembros a través de variadas e innumerables fiestas y eventos de carácter social y cultural. Para mi gran fortuna, en 1998, Warwick contaba con el mayor sindicato de estudiantes de Inglaterra. El edificio era bastante grande y constaba de tres plantas. La planta baja estaba formada por un bar, una discoteca, una suerte de hamburguesería barata y una pista de baile con escenario. La planta superior estaba constituida por un bar más grande, una zona dedicada a varias mesas de billar, una librería de segunda mano, una tienda de sándwiches, una zona dedicada a varias maquinas recreativas y un restaurante algo más elaborado. La segunda planta estaba dedicada a una sala de billar y varias salas de reunión. La última planta la ocupaban varias oficinas y la emisora de estudiantes.

El problema del sindicato es que era un arma de doble filo. Se supone que el sindicato era un lugar de encuentro donde podías quedar con tus compañeros de clase o de residencia, a su vez estos quedarían con los suyos en una espiral fraternal destinada a ampliar el círculo social de sus afiliados. Para los faltos de autodeterminación y carácter, el riesgo de perder clases jugando al billar o simplemente sentado a gusto vaciando una(s) pinta(s). A lo largo de los años, mi autodeterminación y carácter fueron perdiendo su fuerza como el gas de una cerveza que se queda expuesta durante horas sobre una mesa intacta. Aparte de la comida y la bebida barata el sindicato, cada noche, ofrecía un tipo de “evento” distinto, con el único fin de minimizar la asistencia a las tempraneras clases del día siguiente. El más popular de todos, sin lugar a dudas, era el “Top Banana” de los lunes, posiblemente porque era el único gratis. La música era de cualquier género imaginable siempre y cuando fuese conocida por el 90% de los estudiantes y se pudiese bailar o cantar. A diez semanas por trimestre, tres trimestres al año, tres años de duración de la carrera, a mí me salen noventa posibles asistencias al Top Banana. Aquí va un hecho que a más de un padre preocupado por la educación de su hijo(a) llenará de espanto. Había más de uno(a) que elegía carreras de cuatro años, o se quedaba a estudiar un máster en Warwick o se tomaba un año sabático trabajando para el sindicato con el fin de poder alcanzar su 100º Top Banana. Dándose el caso curioso que cada lunes la música era siempre, y repito siempre, la misma, sólo que cambiando el orden de las canciones. Rezaba un dicho entre los estudiantes: “Una vez que has ido al Top Banana ya has ido a todos”. Y era verdad.

Los martes eran un día extraño y nunca estaba claro qué es lo que pasaba por el sindicato los martes por la noche. Los miércoles era el día de los años ochenta, terriblemente popular, pero ese ya era pagando. Los jueves era un día también extraño, y unas veces era música latina y otros afro-caribeña. Los viernes era música de discoteca, techo, trance y cosas así. Los sábados eran las mejores noches, unas veces era noche años setenta, obligado ir disfrazado de John Travolta o de hippie y otros días traían algún grupo o DJ más o menos conocido. Las noches años setenta se llamaban, como no podía ser de otra manera, Boggie Nights, y me perdí muy pocas. Un grupo de amigos estaban tan imbuidos en el espíritu de los setenta que iban disfrazados de Village People, con los pasos de baile ensayados y las rutinas aprendidas. Eran los triunfadores de la noche, siempre.
Un hecho curioso que se repetía noche tras noche, fuese el evento que fuese o el tipo de música que fuese era la inicial segregación sexual que se producía al principio de la noche y que poco el alcohol iba aproximando. Me explico. La gente llegaba poco a poco, con la pista de baile vacía, nadie quiere ser el primero. Como una mezcla de agua y aceite, las chicas bailaban en grupo mientras los chicos, acodados en la barra consumían pintas a mayor o menor velocidad. A medida que el alcohol empezaba a surtir efecto, dando paso a la fase de euforia, los chicos se iban acercando a la pista de baile tentativamente al principio, pero con mayor confianza según avanzaba la noche. Y no fallaba, todas las noches, sin excepción se producía este efecto sociológico digno de exploración.

Una vez por trimestre, uno de los eventos estrella del sindicato era la “Discoteca del Semáforo”. El plan era el siguiente. Cada uno se compraba una chapa de un color, rojo, amarillo o verde (sin sorpresas ahí), según la disponibilidad sexual del interesado. Es decir, que si se encontraba especialmente marchoso esa noche, chapita verde. Que uno no lo tenía claro porque la novia(o) andaba cerca, chapita amarilla. Que uno no estaba por la labor, chapita roja. Huelga decir que las chapitas rojas nunca se agotaban (sin sorpresas aquí tampoco).
En mi ignorancia, en mi primera, y casualmente, última, “Discoteca del Semáforo”, me compré una chapita roja, “Porque soy Español, ¡coño!” decía yo. Luego empecé a mosquearme cuando todos a mi alrededor parecían estar en racha esa noche con los miembros del sexo opuesto. Cuando por fin atendía a razones y me enteré de que iba el asunto, de perdidos al río, me compré una chapita amarilla y otra roja y me puse la bandera en el pecho, “Porque soy gilipollas, ¡coño!”.
Otra noche que resultó ser un fracaso fue la noche del Top Banana Lesbigay, o sea, organizado por la comunidad de gays y lesbianas de la universidad. Como ciudadano de mundo a puertas del siglo XXI, decidí extraerme de cualquier prejuicio que pudiera tener al respecto y, convencido de mi sexualidad, decidí acercarme a ver que se cocía en el sindicato aquella noche. Mi entrada no pudo ser más triunfal. A la puerta había un chico (supongo que gay) repartiendo chupa-chups a todos los que entraban. Yo, para no ser menos, fui a por mi chupa chups. “Toma”, me dijo el chico del pendiente y las gafas, “Dame”, le respondí antes de darme cuenta de la connotación de la brevísima conversación que acababa de mantener con el chico del pendiente y las gafas. Dos palabras. Sólo dos palabras, pero cuánto significado para aquellos versados en el doble entendre. Toma, dame. Toma, dame. Toma dame, toma, dame, toma, dame. Arrghghg. Bajando la cabeza, circunspecto, me asomé al balcón del primer piso para tener una vista global de que se cocía en el sindicato aquella noche. Las luces, tenues, apenas iluminaban la zona de baile, con la mayor parte de la iluminación proporcionada por pantallas emitiendo imágenes de parejas homosexuales intercambiando arrumacos y besos, sin llegar a ser indecente. Desde luego, si lo que pretendía era aumentar mi sensibilidad o concepción de la población homosexual, no lo consiguió, mi indiferencia al respecto no se alteró lo más mínimo. Más tarde, animado por un par de cervezas, bailando con los compañeros, se me acercó un chaval con intenciones deshonestas. ¿Que son imaginaciones mías? Al igual que no me hace falta ayuda para ver que un plátano es un plátano, no me hacía falta ayuda para saber que algo en mi forma de bailar había atraído al chico aquél. Echaba de menos mi chapita roja.

Como pude, conseguí escaquearme la noche aquella, dándole vueltas a la cabeza a lo que había sucedido. Según me comentaron más adelante amigos del aquél chico, gay lo que se dice gay, no es que fuese 100% gay. Más bien que era aficionado del Real Madrid y del Atlético si vale la metáfora futbolística.

Fiestas y más fiestas aparte, el sindicato cumplía otras muchas funciones de apoyo a muchos estudiantes a los que la vida en un país completamente extranjero o personas a las que socializarse les resulta una barrera insalvable. El sindicato tenía una línea de teléfono abierta de nueve de la noche a nueve de la mañana, llamada, convenientemente, línea de la noche (Night Line), completamente anónima para todos aquellos que en algún momento de necesidad necesitasen hablar con alguien. Entre otros asuntos, el sindicato ofrecía servicios de consejería en una gran infinidad de temas desde racismo y discriminación sexual hasta temas de tipo financiero. Siempre me resultó intrigante qué tipo de personas o quién llamaría a la Night Line, pues todos el mundo al que yo conocí o tuve algo de contacto parecía “normal”, excepción hecha de “los raros”.

El sindicato estaba dirigido por un presidente y varios oficiales, dispuestos a tomarse un año sabático dedicados al enriquecimiento espiritual de sus militantes. Generalmente eran elegidos por el 9% de la población estudiantil que se molestaba en votar en este tipo de cosas, orgullosos de pertenecer a uno de los sindicatos de estudiantes con mayor participación electoral del país. El sindicato se autofinanciaba a través de los servicios (fiestas) y productos (generalmente cerveza) que ofrecía y era conducido a modo de ONG “en contra de la salud hepática, ahora y siempre, más cerveza”.

Parece que el sindicato no sea más que un bar barato pero, cuando a modo de intentar limpiar su imagen de fábrica de futuros clientes de Alcohólicos Anónimos el sindicato distribuyó un cuestionario titulado “¿Qué es para ti el Sindicato de Estudiantes?”, más del 80% de los encuestados respondió algo como, “un bar barato”. Pues eso. El problema radicaba en que, por todas sus buenas intenciones de consejería práctica, la organización de eventos como “La Regata de los 100 Hombres” no hacían mucho por alejar esa concepción de tugurio barato. La Regata de los 100 Hombres, de la que Warwick era la orgullosa vigente plusmarquista consistía en, como su propio nombre indica, en 100 hombres puestos en fila india cada uno con una pinta de cerveza en la mano. El objetivo era tardar el menor tiempo posible en, uno por uno, beberse la cerveza, con la condición de que el siguiente hombre no puede empezar a beber hasta que el anterior no se ha acabado la suya y levantado el vaso boca abajo por encima de su cabeza indicando que ha terminado. Lo de llamarlo regata supongo que será porque el movimiento de brazos de los “remeros” se parece de lejos al de los remeros de la vida real, pero como ya he dicho, la vida universitaria no es si no una parodia de la vida real. En los años que estuve allí, Warwick perdió el honor de ser la plusmarquista de tan prestigiosa regata, aunque al año siguiente recuperamos el título. No recuerdo la marca exacta, pero el número de minutos empleado en batir el récord era ridículamente bajo.

Como ya he dicho antes, la vida en el campus universitario es una realidad desfasada y distorsionada en la que todo es bonito y perfecto, todo el mundo es simpático y agradable, todo el mundo quiere ser tu amigo, la bebida es barata y las chicas parecen perder gran parte de ese pudor que les impide acostarse con el primero que se lo pregunte. Es como si un día te levantases en un mundo feliz y perfecto, en el que tienes todo lo que quieres, todo con lo que alguna vez has soñado, a cambio de que el cielo sea de color verde. No tiene importancia, pero el cielo es verde, y te persigue un sentimiento de que algo está mal, de que el cielo no debería ser verde. Como si uno pasease por una isla paradisíaca como Mikonos, donde todo el mundo es guapo, las chicas pasean sus cuerpos bronceados en minúsculos bikinis y los chicos exhiben sus cuerpos de gimnasio en bañadores marcando paquete. En un chiringuito de playa, la gente bebe y baila alegremente, divirtiéndose como si no hubiera un mañana, sin embargo, algo falla. De repente te das cuenta de que el chiringuito no es más que el sindicato de estudiantes redecorado, las chicas no están para nada bronceadas y a más de alguno le asoman los michelines. Algo falla.
Para empezar, fallan las cabezas de los asistentes a tal evento. ¿Como se concibe ir en sandalias y envuelto en una toalla por toda prenda de abrigo en pleno mes de Noviembre en Inglaterra?. Yo no salía de mi asombro cuando, sorprendidos, la gente me miraba con esa cara de labios temblorosos, nariz goteante y ojos enrojecidos: “!Tengo los labios morados!”. En fin, quizá el más inteligente de todos sea el organizador de tal evento, pues imagino que la caja fruto del las ingentes cantidades de alcohol consumidas esa noche para entrar en calor serían, cuando menos, elevadas.

La distorsión de la realidad no se detiene en lugares o ambientes, no, se extiende hacia atrás en la línea temporal hasta la antigua Roma. Para celebrar la influencia de tan importante civilización, se organizó la fiesta de la toga. En el mes de Febrero. Así que, de nuevo, andar por el mundo cubierto con una sábana en pleno invierno se convierte en una de las mayores distracciones imaginables. Lo que pasa es que, como todo en esta vida, hay un truco para soportar el frío. El truco consiste en ir al pub más próximo antes de ir a la fiesta, cargarse de cuantas pintas de cerveza se puedan llevar en la mano a la vez, que por lo general son tres o cuatro y salir al jardín adyacente al pub. Una vez al fresco, las cervezas se depositan en una mesa y, alejado veinte pasos, se procede a rotar sobre el propio eje axial. Quiero decir, que uno se pone a dar vueltas sobre sí mismo y, justo antes de perder el equilibrio, cuidando de no caerse y romperse el obligo, se acerca a la mesa donde están las pintas y se bebe una de un trago. Yo encontraba esta actividad altamente entretenida y no me perdía la ocasión si podía evitarlo. De verdad que es una de las mejores noches y lo recomiendo encarecidamente. Las veces que más me divertía era en las que me quedaba sentado dentro del pub, junto al radiador, disfrutando mi cerveza, imbuido en mi jersey mientras cuatro gilipollas se dejaban los dientes contra la mesa, vestidos con una sábana a tres grados bajo cero.