Batallitas

Mis experiencias como estudiante extranjero en la Universidad de Warwick

He aquí algunos ejemplos de las búsquedas que han conducido a mi blog:

Decadencia de la antigua roma de la cocina dios (¿comorrr?)
Maquinas para moler cascotes (con los cuernos hombre...)
Posters de la segunda guerra mundial (el unico tipo interesante)
Granada pub ambiente lesbianas O.O
John Travolta en sandalias (¡Fetichista!)

miércoles, enero 26, 2005

II. La Llegada

Recuerdo mi primera llegada a la universidad de forma bastante difusa y como envuelta en una neblina. Mis tíos me llevaron en coche desde Londres, y que ya en la carretera se veían coches con padres e hijos dirigiéndose en la misma dirección que nosotros y cargados hasta arriba, literalmente, de los enseres necesarios para la supervivencia en las residencias de estudiantes: edredones (algo que no alcanzaba a entender, ya que sábanas y mantas eran proporcionadas por las residencias), cazos, platos, cubiertos, pósters (tremendamente importante), ordenadores y fundamentalmente, ropa.
Mi residencia se llamaba Westwood (o el bosque del oeste) y constaba de ocho edificios que llevaban el nombre de pueblos de alrededor en orden alfabético, así: Bericote, Compton, Dunsmere, Emscote, Gosford, Hampton y Knightcote eran las residencias de estudiantes, Avon era el edificio reservado para administración, Felden era una residencia reservada para visitantes y no había ningún pueblo por alrededor que empezase con i o con jota, así que se las saltaron. El edificio que iba a ser mi casa durante el próximo año era Hampton. Tenía tres plantas y estaba en forma de zeta, el techo era plano y cada cuarto tenía una ventana grande que ocupaba enteramente uno de los laterales pequeños del cuarto. Nada más entrar en la residencia me recibió un olor en principio ligeramente desagradable pero que pronto, a la vuelta de clase en la noche de los días más fríos de invierno se convertiría en sinónimo de bienvenida, un olor acogedor que le recordaba a uno que había vuelo a casa. Era un olor mezcla de sudor, pintura, basura, comidas especiadas y calefacción encendida al máximo desde primera hora de la mañana. A fin de cuentas, era un olor característico, y cada vez que he vuelto a ese lugar después de las vacaciones y la bofetada de olor me recibía y acogía, salvándome del frío intenso del exterior, no podía por menos decir: “He vuelto”. Después de recoger la llave de mi habitación y soltar todos los bártulos en mi cuarto, me di cuenta de por qué algunos estudiantes se traían sus propios edredones. Las sábanas tenían ese color blanco mate que adquieren las sábanas que llevan quince años lavándose con productos de limpieza baratos de alto contenido en lejía. Algunas, incluso, tenían alguna agujero redondo y pequeño, como esos que dejan las colillas de cigarro cuando se caen sobre las sábanas de la cama. Las fundas de las almohadas tenían el mismo aspecto. Las mantas eran verdes, pero no de un verde oscuro o bonito, sino de un verde entre brillante y claro con una W en marrón anaranjado bordada en una de las esquinas. Además, las sábanas no eran enteramente rectangulares, a lo mejor sí que lo eran, pero estas daban la impresión de haber pertenecido a un rollo kilométrico de manta y que alguien las había cortado del rollo matricial a mano con unas tijeras. Por último, las sábanas picaban como un demonio, estaban deshilachadas, y cada semana no era extraño encontrarse un rollito de pelo verde debajo de la cama o al lado de la pata de la mesa. Finalmente, la colcha era de un marrón claro con un diseño de cuadros de color marrón oscuros y anaranjado; también picaba. Las paredes estaban pintadas en azul claro, cubiertas de restos de papel adhesivo perteneciente a sepa usted cuantas generaciones de previos inquilinos. El efecto final del decorado lo aportaban múltiples agujeros de chincheta y algunos manchas de tipo aceitoso de origen desconocido. El diseño de lujo del cuarto lo completaban una silla de plástico, una mesita de noche que parecía sacada de un contenedor de basura, una mesa escritorio cubierta de cortes hechos con un cúter (o, ahora que lo pienso, con un bolígrafo), como si algún estudiante enloquecido hubiese ahogado todas sus frustraciones con la mesa, unas estanterías que se movían, un lavabo, un flexo de color naranja butano con manchas de típex , un armario y dos altillos que se cerraban con candado. También había una especie de sofá que en teoría era para sentarse más cómodo a leer, pero en el 99% de los casos, las cintas que sujetaban el asiento estaban rotas y se hundía, así que la gente lo utilizaba para poner la ropa a secar.

Ante tamaño espectáculo, decidimos dejar todo, y salir de allí mientras mi tía hacía comentarios del tipo: “Hombre, el cuarto es grande”. En la cocina de la planta baja había un caja con bolsitas de té, una caja de terrones de azúcar y vasos de plástico, así que nos hicimos un té, no sé si por hacer gasto o quitarnos la impresión y procedimos a registrarme, ya oficialmente, como alumno de la universidad. Después de una cola moderadamente larga, una foto y un par de firmas después, salí del edificio con una tarjeta que me acreditaba como alumno de la Universidad de Warwick por los próximos tres años. Acto seguido me metí en otra cola de la que un rato y un par de firmas después salí con una tarjeta que me acreditaba como miembro del sindicato de estudiantes, lo cual no parecía ser tan grave, pues el resto de los miles de estudiantes de la universidad lo eran, así que como allá donde fueres haz lo que vieres, me encaminé con mi recién estrenada militancia a ingerir mi primera comida en los comedores de la universidad. No recuerdo muy bien que fue lo que comimos, pero si recuerdo el comentario de mi tía: “No ha estado tan mal, ¿no?”. Después de esta comida comprendí por qué las residencias tenían sus propias cocinas completamente equipadas. Acto seguido cogimos el coche para ir a un supermercado para rellenar mi cuarto de víveres, y visto lo visto, creo que fue lo más sabio que hice en todo el día. O casi. No sé si en plan gracioso o por compasión, mi tío me compró un abastacimiento de baked beans con la intención de que me durasen todo el año, o eso me parecía a mi. Después de dos trimestres contribuyendo al efecto invernadero, la única forma de deshacerme de ellas era cambiarlas, como las raciones K de los ejércitos de las películas, por otras viandas.

Después de que mis tíos se fuesen, me dediqué a vaciar mis cosas y a convertir el dormitorio en una extensión más de mi personalidad durante el resto del sábado y principio del domingo.
La mayoría de la gente llegó el domingo, un goteo incesate, y el edificio rebosaba de madres de ojos vidriosos, padres cargados de cajas y jóvenes ansiosos por empezar una nueva vida por primera vez lejos del alcance de sus progenitores. El domingo por la tarde me quedé leyendo en mi cuarto para no molestar por el pasillo a todo el mundo que iba y venía. Por la tarde, a eso de las seis, todo se quedó incómodamente tranquilo. Me asomé y no vi a nadie. Como me pareció que era hora de cenar, (yo para estas cosas de comer me adapto enseguida), fui a la cocina y al entrar me encontré a casi todos los que iban a ser mis nuevos compañeros durante el resto del año sentados en torno a la mesa, cada uno con un bote de Pot Noodles. Los Pot Noodles son unos fideos que vienen en un bote de plástico a los que se les añade agua hirviendo y se comen en el mismo bote. Los hay de distintos sabores y cuestan tres de los antiguos duros. Pues allí que estaban todos, cuando al entrar yo se hizo un silencio sepulcral, convirtiéndome en el foco de atención de todos los allí presentes. “Jai”, dije a modo de saludo, un tanto apocopado. Saqué un cazo que me había comprado y me dispuse a calentar agua para prepararme unos espagueti boloñesa. En lo que me doy la vuelta para secarme las manos y veo como todos me miraban con los ojos abiertos: “Sabes cocinar”, me dijo una chica en un tono entre acusador y sorprendido. O sea, que hervir espaguetis contaba como “cocinar”.
Había llegado.