VIII. Vida Social en Hampton
En mi inocencia y desconocimiento, cuando llegué a la universidad, llevaba en la cabeza la idea de que los siguientes años de mi vida serían años dedicados al conocimiento y aprendizaje, a una vida monacal y asceta, en la que andar por los pasillos de la residencia resultaría una experiencia cuasi-epifánica. Llegar por la noche después de un día completo de estudio en la biblioteca, clases y más clases, y llegar a Hampton, esperando ver los pasillos oscuros, con las puertas de las habitaciones entornadas, un breve destello de luz asomando por debajo, indicando que su ocupante se hallaba absorto en las lecturas de Kant, o intentando demostrar el teorema de Lagrange o escribiendo un complicado ensayo acerca de los juegos de azar en el imperio romano. De alguna extraña y macabra manera, esta visión, esta idea de lo que sería la universidad me atraía y ofrecía cierto encanto. La realidad era bien distinta.
Para empezar, parece ser que había una competición a ver quién ponía la música más alta. Las puertas de las habitaciones estaban siempre abiertas y a la más mínima ocasión, sin preocuparse de encontrar una excusa mínimamente creíble, los compañeros entraban en la habitación para compartir una taza de café o simplemente hablar acerca de lo primero que les pasase por la cabeza. Uno de los temas de conversación preferidos eran los pósters que adornaban las paredes del dormitorio de cada uno. Las estudiantes de sociología y psicología, especialmente, derivaban un cierto placer oculto en psicoanalizar a cada persona basándose en los pósters. En mi caso la verdad que resultaba algo complicado. Los “Monjes Subiendo y Bajando Escaleras” Escher, “El Grito” de Münch, una rana verde de ojos naranja y un póster de un fantasma cadavérico colgaban consiguieron que a nadie le agradase particularmente sentarse en mi cuarto a hablar. Lo cual no me causó ningún trauma.
Había una especie de regla no escrita en la que, por necesidad, uno tenía que ser simpático y llevarse bien con todo el mundo, lo cual es una de las grandes falacias de nuestra sociedad. Resulta que si un día lo que me apetecía era quedarme en mi dormitorio leyendo o estudiando por la noche, me tachaban de antisocial e inadaptado, cuando en realidad toda esa falsa amabilidad lo único que generaba era tensión y una supuesta dependencia de los compañeros en la que casi estaba prohibido relacionarse con gente del exterior. Todo esto, en realidad, venía generado por ciertas estudiantes de sociología, feministas vegetarianas y de izquierdas que además se las daban de top model, pues, según me enteré, habían hecho un pacto entre ellas para no salir con ningún chico de la residencia para que no enfriase las relaciones entre ellas. Todo esto no contribuía sino a una pérdida de intimidad que a mí personalmente me resultaba especialmente fastidiosa. Recuerdo una noche que había conseguido persuadir a una chica de clase en quedar para ir a cenar y ya veríamos qué después. La chica en cuestión se llamaba Cristina, era alemana, rubia con ojos azules, grandes carrillos y un más grande aún acento que me resultaba bastante excitante intelectualmente. La verdad es que después de meses rodeado de sociólogas vegetarianas, encontrar una chica con la que discutir las novelas de Hesse casi me pareció un orgasmo intelectual. Así que allí estaba yo, mi ego por las nubes después de no ser rechazado por Cristina, vistiéndome con mis mejores galas, unos pantalones azules y una camisa amarilla que se me antojaba me quedaba muy bien. Y mientras me afeitaba y me ponía colonia allí tenía a las feministas de turno intentando sonsacarme todos los detalles y resultando bastante molestas en general. Aquella cita me confirmó mi total incompetencia en mis tratos con el sexo opuesto. Después de la cena (durante la cual conseguí mantener una conversación todo el tiempo), Cristina accedió a dar un paseo conmigo a la luz de la luna alrededor del lago que había en el campus. Yo pensaba que la cosa iba bien, porque en mi cabeza esto era verde y con asas. Y allí tumbados en el césped bajo las estrellas, hablando se nos fue el tiempo sin que pasase nada de nada. “Bueno”, pensé yo, “a lo mejor la convenzo de que se venga conmigo a mi cuarto”. Y efectivamente, accedió y nos volvimos a mi cuarto en la residencia. Gracias a Dios las feministas habían salido aquella noche y el único que quedaba por allí era Pietro. Después de un té de hierbas bastante exótico en la cocina con Pietro y varios minutos de conversación, Cristina y yo nos fuimos a mi cuarto. Y allí sentados en la cama, contándole historias de mi Granada natal, nuevamente se nos fue pasando el tiempo hasta que se nos hizo tarde. Yo me preguntaba “¿cuánta gente sale con una chica, la lleva a cenar, dan un paseo por el lago, vuelven al cuarto de uno de ellos y consiguen no practicar el sexo?”. Debo pertenecer a esa minoría de uno.
Después de tan desolador desenlace, seguí hablando con Cristina, pero perdí la esperanza en el sexo opuesto y me concentré en el estudio, que aún requiriendo la misma concentración y esfuerzo con alta probabilidad de obtener los mismo nulos resultados, al menos me ahorraba saliva y el ser simpático.
El otro punto fuerte de la vida en comunidad en la residencia era la televisión. Resulta que en Inglaterra hay un impuesto muy curioso que consiste en pagar del orden de 110 libras por el simple hecho de tener una televisión, y como la economía de muchos no estaba para esos excesos, se acordó alquilar una televisión y un vídeo entre todos, ignorantes de los complicado que es poner de acuerdo a 75 personas en torno a una sola televisión. Para mi asombro, resultó mucho más fácil de lo que me esperaba. Había dos programas en particular que eran infalibles: Los Simpsons y Neighbours.
Si no has visto nunca en tu vida un episodio de Los Simpsons o no has oído hablar de ellos, es que acabas de aterrizar de otro planeta. Cada día, a las seis de la tarde, se juntaban en el reducido salón (o, en su denominación más apropiada, el cuarto comunitario) unas cincuenta personas para ver Los Simpsons. Era curioso ver como todo el mundo organizaba su horario de cena en torno a Los Simpsons.
Neighbours era harina de otro costal. Neighbours es un culebrón australiano que lleva en emisión más de doce años y del que no debe quedar nadie del casting original. Artistas como Jason Dovonan y Kylie Minogue se hicieron famosos en Neighbours. Neighbours se emitía a las doce y media y luego se repetía las cinco de la tarde dándole la oportunidad de verlo a aquellos que se lo habían perdido por la mañana. Más de uno lo veía las dos veces. El atractivo de Neighbours, deduje, era que al estar ambientado en Australia, donde el tiempo es siempre cálido, abundaba en escenas de chicas guapas en bikini y tíos cachas y guapetes sin camiseta. Porque desde luego, no sería por su guión (i)rrealista por lo que la gente lo encontraba interesante. Mi teoría respecto a Neighbours era que si me había perdido los primeros once años de la serie, no tenía ningún sentido intentar ponerme al día.
La mayor fuente de conflicto la causaban las Nintendo64. Por mucho que me entusiasmasen los videojuegos y por lo mucho que disfrutase en derrotar al 99% de los compañeros al Super Mario Kart, entendía que desde una perspectiva de igualdad social y distribución del bien común, el hecho seguía siendo que a la Nintendo64 sólo podían jugar cuatro a la vez, mientras que Los Simpsons lo podía ver cincuenta al mismo tiempo, de modo se acordó que el orden de prioridades sería televisión, vídeo, Nintendo64. Lo cual, a pesar de estar respaldado de completa lógica, daba lugar a abusos del sistema por individuos fascistas que abusaban de su posición de privilegio al imponer su criterio. Un ejemplo, allí estábamos cuatro a las tres de la tarde, sin nadie alrededor, perdiendo el tiempo con los videojuegos en vez de estar estudiando, gritando palabrotas e insultos como carreteros contra los otros cuando en esto entra una chica en el salón diciendo que le apetece ver la tele. “¿Pero ver el qué?” le preguntamos. “Me da igual, lo que haya, que algo habrá”. A eso me refiero.
Otro de los atractivos de tener un vídeo es que se podían montar noches o fines de semana temáticos si se anunciaban con suficiente antelación. Así, cuando nos hicimos con una copia pirata de “La Guerra de las Galaxias: La Amenaza Fantasma”, nos tragamos sin parar para tomar aire la trilogía de La Guerra de las Galaxias antes de disfrutar de nuestro tesoro ilícitamente obtenido.
Otro fin de semana temático muy popular entre las chicas especialmente era el de tragarse todos los episodios de Friends empezando un viernes a las cuatro de la tarde y acabando un domingo a la una de la mañana.
El último fin de semana temático de mayor aceptación fue el de los Monty Python. La Vida de Bryan, El Sentido de la Vida, Los Caballeros de la Mesa Cuadrada, The Monty Python Flying Circus, la verdad es que después de ver todo eso me parecía como si mi edad mental retrocediese algo más de un par de años.
Para empezar, parece ser que había una competición a ver quién ponía la música más alta. Las puertas de las habitaciones estaban siempre abiertas y a la más mínima ocasión, sin preocuparse de encontrar una excusa mínimamente creíble, los compañeros entraban en la habitación para compartir una taza de café o simplemente hablar acerca de lo primero que les pasase por la cabeza. Uno de los temas de conversación preferidos eran los pósters que adornaban las paredes del dormitorio de cada uno. Las estudiantes de sociología y psicología, especialmente, derivaban un cierto placer oculto en psicoanalizar a cada persona basándose en los pósters. En mi caso la verdad que resultaba algo complicado. Los “Monjes Subiendo y Bajando Escaleras” Escher, “El Grito” de Münch, una rana verde de ojos naranja y un póster de un fantasma cadavérico colgaban consiguieron que a nadie le agradase particularmente sentarse en mi cuarto a hablar. Lo cual no me causó ningún trauma.
Había una especie de regla no escrita en la que, por necesidad, uno tenía que ser simpático y llevarse bien con todo el mundo, lo cual es una de las grandes falacias de nuestra sociedad. Resulta que si un día lo que me apetecía era quedarme en mi dormitorio leyendo o estudiando por la noche, me tachaban de antisocial e inadaptado, cuando en realidad toda esa falsa amabilidad lo único que generaba era tensión y una supuesta dependencia de los compañeros en la que casi estaba prohibido relacionarse con gente del exterior. Todo esto, en realidad, venía generado por ciertas estudiantes de sociología, feministas vegetarianas y de izquierdas que además se las daban de top model, pues, según me enteré, habían hecho un pacto entre ellas para no salir con ningún chico de la residencia para que no enfriase las relaciones entre ellas. Todo esto no contribuía sino a una pérdida de intimidad que a mí personalmente me resultaba especialmente fastidiosa. Recuerdo una noche que había conseguido persuadir a una chica de clase en quedar para ir a cenar y ya veríamos qué después. La chica en cuestión se llamaba Cristina, era alemana, rubia con ojos azules, grandes carrillos y un más grande aún acento que me resultaba bastante excitante intelectualmente. La verdad es que después de meses rodeado de sociólogas vegetarianas, encontrar una chica con la que discutir las novelas de Hesse casi me pareció un orgasmo intelectual. Así que allí estaba yo, mi ego por las nubes después de no ser rechazado por Cristina, vistiéndome con mis mejores galas, unos pantalones azules y una camisa amarilla que se me antojaba me quedaba muy bien. Y mientras me afeitaba y me ponía colonia allí tenía a las feministas de turno intentando sonsacarme todos los detalles y resultando bastante molestas en general. Aquella cita me confirmó mi total incompetencia en mis tratos con el sexo opuesto. Después de la cena (durante la cual conseguí mantener una conversación todo el tiempo), Cristina accedió a dar un paseo conmigo a la luz de la luna alrededor del lago que había en el campus. Yo pensaba que la cosa iba bien, porque en mi cabeza esto era verde y con asas. Y allí tumbados en el césped bajo las estrellas, hablando se nos fue el tiempo sin que pasase nada de nada. “Bueno”, pensé yo, “a lo mejor la convenzo de que se venga conmigo a mi cuarto”. Y efectivamente, accedió y nos volvimos a mi cuarto en la residencia. Gracias a Dios las feministas habían salido aquella noche y el único que quedaba por allí era Pietro. Después de un té de hierbas bastante exótico en la cocina con Pietro y varios minutos de conversación, Cristina y yo nos fuimos a mi cuarto. Y allí sentados en la cama, contándole historias de mi Granada natal, nuevamente se nos fue pasando el tiempo hasta que se nos hizo tarde. Yo me preguntaba “¿cuánta gente sale con una chica, la lleva a cenar, dan un paseo por el lago, vuelven al cuarto de uno de ellos y consiguen no practicar el sexo?”. Debo pertenecer a esa minoría de uno.
Después de tan desolador desenlace, seguí hablando con Cristina, pero perdí la esperanza en el sexo opuesto y me concentré en el estudio, que aún requiriendo la misma concentración y esfuerzo con alta probabilidad de obtener los mismo nulos resultados, al menos me ahorraba saliva y el ser simpático.
El otro punto fuerte de la vida en comunidad en la residencia era la televisión. Resulta que en Inglaterra hay un impuesto muy curioso que consiste en pagar del orden de 110 libras por el simple hecho de tener una televisión, y como la economía de muchos no estaba para esos excesos, se acordó alquilar una televisión y un vídeo entre todos, ignorantes de los complicado que es poner de acuerdo a 75 personas en torno a una sola televisión. Para mi asombro, resultó mucho más fácil de lo que me esperaba. Había dos programas en particular que eran infalibles: Los Simpsons y Neighbours.
Si no has visto nunca en tu vida un episodio de Los Simpsons o no has oído hablar de ellos, es que acabas de aterrizar de otro planeta. Cada día, a las seis de la tarde, se juntaban en el reducido salón (o, en su denominación más apropiada, el cuarto comunitario) unas cincuenta personas para ver Los Simpsons. Era curioso ver como todo el mundo organizaba su horario de cena en torno a Los Simpsons.
Neighbours era harina de otro costal. Neighbours es un culebrón australiano que lleva en emisión más de doce años y del que no debe quedar nadie del casting original. Artistas como Jason Dovonan y Kylie Minogue se hicieron famosos en Neighbours. Neighbours se emitía a las doce y media y luego se repetía las cinco de la tarde dándole la oportunidad de verlo a aquellos que se lo habían perdido por la mañana. Más de uno lo veía las dos veces. El atractivo de Neighbours, deduje, era que al estar ambientado en Australia, donde el tiempo es siempre cálido, abundaba en escenas de chicas guapas en bikini y tíos cachas y guapetes sin camiseta. Porque desde luego, no sería por su guión (i)rrealista por lo que la gente lo encontraba interesante. Mi teoría respecto a Neighbours era que si me había perdido los primeros once años de la serie, no tenía ningún sentido intentar ponerme al día.
La mayor fuente de conflicto la causaban las Nintendo64. Por mucho que me entusiasmasen los videojuegos y por lo mucho que disfrutase en derrotar al 99% de los compañeros al Super Mario Kart, entendía que desde una perspectiva de igualdad social y distribución del bien común, el hecho seguía siendo que a la Nintendo64 sólo podían jugar cuatro a la vez, mientras que Los Simpsons lo podía ver cincuenta al mismo tiempo, de modo se acordó que el orden de prioridades sería televisión, vídeo, Nintendo64. Lo cual, a pesar de estar respaldado de completa lógica, daba lugar a abusos del sistema por individuos fascistas que abusaban de su posición de privilegio al imponer su criterio. Un ejemplo, allí estábamos cuatro a las tres de la tarde, sin nadie alrededor, perdiendo el tiempo con los videojuegos en vez de estar estudiando, gritando palabrotas e insultos como carreteros contra los otros cuando en esto entra una chica en el salón diciendo que le apetece ver la tele. “¿Pero ver el qué?” le preguntamos. “Me da igual, lo que haya, que algo habrá”. A eso me refiero.
Otro de los atractivos de tener un vídeo es que se podían montar noches o fines de semana temáticos si se anunciaban con suficiente antelación. Así, cuando nos hicimos con una copia pirata de “La Guerra de las Galaxias: La Amenaza Fantasma”, nos tragamos sin parar para tomar aire la trilogía de La Guerra de las Galaxias antes de disfrutar de nuestro tesoro ilícitamente obtenido.
Otro fin de semana temático muy popular entre las chicas especialmente era el de tragarse todos los episodios de Friends empezando un viernes a las cuatro de la tarde y acabando un domingo a la una de la mañana.
El último fin de semana temático de mayor aceptación fue el de los Monty Python. La Vida de Bryan, El Sentido de la Vida, Los Caballeros de la Mesa Cuadrada, The Monty Python Flying Circus, la verdad es que después de ver todo eso me parecía como si mi edad mental retrocediese algo más de un par de años.


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