Batallitas

Mis experiencias como estudiante extranjero en la Universidad de Warwick

He aquí algunos ejemplos de las búsquedas que han conducido a mi blog:

Decadencia de la antigua roma de la cocina dios (¿comorrr?)
Maquinas para moler cascotes (con los cuernos hombre...)
Posters de la segunda guerra mundial (el unico tipo interesante)
Granada pub ambiente lesbianas O.O
John Travolta en sandalias (¡Fetichista!)

jueves, enero 27, 2005

IV. Hampton

Aunque ya he descrito la residencia con cierto detalle, lo cierto es que hay más, mucho más, por contar. Empezando por abajo, estaba el salón. El salón era supuestamente el sitio de reunión y socialización de los estudiantes, pero eso no pasó hasta que entre todos pusimos dinero y alquilamos una televisión grande con vídeo y pudimos ver Los Simpsons. En mi primer año había unos sofás para dos personas bastante viejos, machados de no se sabe qué y mejor no preguntar, aunque el consenso imperante decidió que se trataba de cerveza. Yo no estaba completamente convencido. Cuando volví a la residencia un año más tarde para hacer mi último año, estos sofás dobles habían sido reemplazados por unas sillas nuevas bastante cómodas para mayor disgusto del público en general, que alegaba que eran muy antisociales, y que así no podían sentarse unos al lado de otras y conocerse mejor. Rondaban por el salón unos cojines con el aspecto más piojoso que uno pueda imaginarse, creo que aún no me he recuperado del trauma de ver como las chicas se aferraban a ellos mientras veían la tele. Cuando volví después de un año, los cojines, gracias a Dios, habían desaparecido, así que espero que los hayan quemado y hecho así un favor a la humanidad. El salón era, teóricamente, limpiado diligentemente cada día por las limpiadoras, aunque ese término no debe utilizarse por ser políticamente incorrecto, así que las llamaré asistentes de limpieza, como dictan los cánones. El problema es que las asistentes de limpieza, como todo hijo de vecino, tienen derecho a descansar los fines de semana. En mi vida he visto tanta basura acumularse tan rápidamente. Entre el viernes por la tarde y el domingo por la noche daba lugar a que el salón pareciera un vertedero y aún más, oliese a vertedero.
Un número infinito de latas de cerveza, cartones de pizzas, botellas de alcohol, vasos de plástico, colillas de cigarros, vómitos (no siempre), panchitos, gusanitos, y otras cosas que el pudor me impide nombrar cubrían el suelo y rebosaban de las papeleras. En el tema de los vómitos, las asistentes de limpieza eran muy diligentes. Nunca dejó de sorprenderme que cada vez que apareciese un vómito (sea en el pasillo, ducha o salón) siempre decían lo mismo: “¿Otra vez?”. Nunca lo tocaban, esperaban a que el irresponsable de tamaña afrenta al decoro se identificase, entonces le daban estropajo y jabón y le hacían limpiarlo de la moqueta. La flema británica.

La verdad es que los cuartos de baño dan mucho de que hablar, aunque no se si resultará soez o zafio, pero creo que la verdad ha de ser contada. Había tres retretes por cada 25 personas más o menos, así que las probabilidades de que alguien atascase un retrete después de ingerir la materia pseudo-orgánica que nos daban en los comedores rondaba el 100%. De hecho, creo que la estadística oficial era de un retrete atascado por semana. No voy a entrar en detalles acerca de las causas del atasco, pero eran una fundamentalmente: la habilidad del chaval que vivía en la habitación de al lado de la cocina para cagar ladrillos. Aunque claro, él nunca se identificó voluntariamente, y siempre quedaba la remota posibilidad de condenar a alguien inocente. Con el fin social de acabar con la horrorosa escena de ir con el apretón y encontrarse el suelo del cuarto de baño encharcado por los motivos ya descritos (siempre supimos que fuiste tú Matt) ideamos un plan que no podía fallar: pegaríamos un papel con forma de cuestionario en la parte de dentro de la puerta de los retretes con las secciones de nombre, número de habitación, hora de visita al retrete, ¿has tirado de la cadena?, ¿se ha ido el papel?, ¿se ha ido el zurullo?, y en cuanto alguien escribiese un aspa en la última casilla, el culpable sería identificado. Sin embargo, esta fantástica idea no fue bien acogida por el resto de co-usuarios y finalmente tuvo que ser desechada.

Pero sabíamos quién era. Siempre lo supimos.

Las duchas de la residencia también dan de que hablar. La proporción de duchas por habitante seguía siendo de una ducha por cada 8,3 residentes, con el añadido de que una de ellas era un baño. Que la gente utilizaba a tal efecto. Aquí quiero romper una lanza a favor del sexo masculino. Se suele tener la noción (absolutamente falsa, por las razones inapelables que paso a mencionar) de que las chicas son más limpias que los hombres. Mentira, todo mentira, por dos sencillas razones: una, los chicos no tenían pelo largo que atascase y bloquease el desagüe de la ducha y que después nadie se atrevía a tocar (puro asco, simplemente, nada más); y dos, que no tenían la costumbre de afeitarse las piernas y dejar por allí los restos de la operación. Lo cierto es que las duchas llevaban a cabo algo más que la mera tarea de ser útiles para la puesta a punto de la higiene personal. También servían como instrumento de culminación de las fantasías sexuales de alguna gente, y he de decir que algunas de ellas eran bastante fantasiosas. Era en verdad curioso lo que uno se encontraba en la bañera después de que alguna parejita hubiese terminado de hacer lo que no deberían de hacer: huesos de cereza (que romántico), una caja vacía de helado de chocolate (vaya guarrería.) y una infinita variedad de productos de baño que se alejan mucho de lo que una persona normal tiene en su armario. Por otra parte, pero ya en un ámbito de mucha más normalidad y menos divertido, también me encontré en la bañera y en las duchas anillos, pulseras, botes olvidados de jabón y demás cosas por el estilo. Y ni que decir tiene que en la vida me duché después de que la bañera hubiese sido sometida al tal abuso. Las chancletas en los cuartos de baño eran de uso obligado para evitar infecciones. Hombre, yo no se a ciencia cierta las costumbres en la ducha de todos los británicos y extranjeros del resto del mundo con los que tuve que compartir mi ducha durante los dos años que estuve viviendo en residencias, pero se las apañaban para inundar todo el suelo, y con perdón, pero con lo guarros que eran algunos, se echaba de menos una aspersión con zotal de vez en cuando. Como persona perspicaz y avezada que me considero elaboré un plan magistral para evitar sustos desagradables. Cual César hábil estratega, empecé a ducharme inmediatamente después de que las limpiadoras hubiesen acabado de hacer su tarea en el cuarto de baño. Digno de un genio.
Para acabar con el tema de las duchas, simplemente mencionar que en un ambiente como en el que vivíamos, un ambiente muy cerrado y muy íntimo, en el que se sabía todo acerca de todo el mundo, quizá me atrevería a decir más personal que en el de la propia familia, se practicaban las gracias propias y esperadas. Es decir, que no era extraño pasar por el pasillo y ver a un grupo de gente reunida a la salida del cuarto de baño con cámaras de fotos esperando a que el pobre del danés al que le habían cambiado la toalla mientras se duchaba por otra ridículamente pequeña, se atreviese a salir corriendo como nunca antes había hecho en dirección a su cuarto (que apropiadamente había sido cerrado para mayor vergüenza del pobre infeliz). En fin, historias como esta acerca de gente en la ducha se podrían contar muchas, gente que corre por el pasillo cubierta de helado de chocolate, parejas que hacen ruidos extraños en la ducha, gente que se queda encerrada en la ducha, gente que inunda la ducha, gente que rompe la ducha, gente que vomita en la ducha, en fin, diversas y absurdas historias acerca de duchas que no vienen al caso.

De las cocinas es casi mejor no hablar, pero lo voy a hacer por el inmenso placer queme produce hablar de temas escatológicos y guarrindongos, a pesar de que en su mayoría se trata de historias desagradables acerca de productos que se biodegradan en la nevera y cebollas que germinan por tres meses en un armario. Merecen ser contadas.
Las cocinas de la residencia estaban perfectamente equipadas con una nevera y un congelador grande, dos juegos de hornilla, un grill, un horno y un fregadero. También había una mesa grande y varias sillas de plástico más o menos sucias. El mobiliario lo completaban unos armarios destartalados numerados por habitación a los que se les podía poner un candado para proteger las reservas de uno contra ciertos mamíferos de rapiña que indudablemente habitan en todas las residencias. El número de candados en los armarios era directamente proporcional al nivel de latrocinio de productos alimenticios. Yo nunca tuve problemas con los robos, dado que mis costumbres gastronómicas eran consideradas “asquerosas”. Entre las más deleznables de encontraban el empleo de aceite de oliva como aliño de ensaladas, o como condimento para las tostadas con azúcar. Como tampoco habían visto en su vida una cafetera y no sabían como usarla, no me robaban el café ni me manchaban la cafetera. Todo lo que me podían socializar era el azúcar y las latas de tomate frito que yo tenía para hacer espagueti boloñesa, pero como eso valía literalmente tres duros, no me importaba. Yo, la mar de simpático y amable no me cansaba de repetirles: “Si queréis utilizar algo de mi armario estáis bienvenidos”. Nadie lo hacía y yo quedaba como un rey.
Las neveras eran una auténtica guarrería. Y todo era culpa de las chicas, sin ser sexista. Es una explicación que tiene su explicación muy lógica. Y es demostrable empíricamente. Como a las chicas les gusta cocinar y preparar comidas en grupo más que a los chicos, las neveras estaban siempre llenas, y era una pelea meter en la nevera tu recién adquirido paquete de mantequilla. Y claro, cada uno íbamos empujando hacia el fondo de la nevera lo que ya había dentro para poder guardar los productos más reciente, dando lugar a que los paquetes de lechuga se perdiesen, convirtiéndose en agua negra (y es verdad que yo lo he visto), que las fresas tuvieran una capa de moho por encima que todo el mundo que las veía decía: “¿Quién se ha dejado estas fresas con nata por encima? (Mirando más de cerca para coger una) ¡Arrgh!”.
También, y no se por qué extraño motivo, cuando las chicas compraban zumo de naranja, compraban el más barato (esto tiene su explicación), pero como el más barato no tiene tapón de rosca como los modernos y se dedicaban a ponerlo en las bandejas esas que tienen las puertas de nevera por dentro (esto es lo que no entiendo), a cada portazo el zumo de naranja saltaba y ponía todo chorreando. Pero no lo cambiaban no, que va, en vez de ponerlo en algún lugar de la nevera comprimiendo las botellas de leche o algo por el estilo envolvían el cartón en una bolsa de plástico.
¿Y con los chicos esto no pasaba?. Pues no, porque poseíamos una gran virtud, nuestra total inoperancia e inutilidad en temas culinarios. Con tener la nevera llena de cerveza y el congelador de pizzas cada una perfectamente guardada en su correspondiente caja, todo estaba solucionado. Ejemplos de higiene y pulcritud, eso es lo que éramos.

El mayor problema con la cocina era que, durante el fin de semana, iba acumulando basura y manchas hasta que el domingo por la noche era imposible encontrar una esquina de la mesa que estuviese limpia para poder sentarse a comer, un fin de semana tras otro. El problema fundamentalmente residía en el régimen comunista en el que nos encontrábamos. Había un poder central, La Universidad, un ente que se me antojaba casi etéreo, que proporcionaba ciertas facilidades para comer, pero, sabiendo que alguien vendría el lunes a limpiar la porquería que dejábamos detrás, nadie se sentía con al responsabilidad de limpiar lo que manchaba. Aquí quiero excusarme y decir que yo nunca fui un guarro. Que cada vez que me preparaba los espagueti boloñesa, me preocupaba de que al escurrir los espaguetis no se cayesen dentro del fregadero atascándolo (las veces que eso pasaba al mes) y de que la salsa de tomate no salpicase la mesa cuando sorbía los espaguetis.

No era raro entrar un lunes por la mañana en la cocina y notar que el coeficiente de rozamiento con el suelo se había multiplicado por varios cientos de veces por la cantidad de sustancias vertidos sobre la superficie. Y aún había algún loco que andaba descalzo…