III. Bienvenidos
Después de la cena, bajé por primera vez al salón, o "cuarto comunitario", donde se nos había citado para una especie de reunión de bienvenida organizada por el tutor de la residencia. Este tutor era un tipo bastante curioso. Era un neoyorquino que por algún motivo había aterrizado por estas tierras. A pesar de ser joven, tenía una tripa algo prominente y andaba con la espalda echada hacia atrás, barriga hacia delante, los pies abiertos en ángulo obtuso y brazos a los lados con las palmas también hacia delante. La verdad es que es complicado andar así, aunque supongo que le hacía más distinguible en una muchedumbre. Sentados más o menos como pudimos en los sofás, muchos de pie, prestamos atención a las pocas reglas de convivencia de la universidad. Lo curioso del caso es que se asumía que la situación normal era de ruido y gritos por los pasillos y que, a partir de las diez de la noche, por favor, que bajásemos el volumen hasta el mínimo socialmente aceptable. Al parecer, como caso especial, de vez en cuando habría gente que querría levantarse temprano para estudiar, aunque él lo dudaba mucho, y supuestamente, esa gente tenía derecho a una noche de sueño tranquila, así que en deferencia, por favor, lo suplicaba, que hiciésemos un esfuerzo. A mí todo esto me llenaba de espanto. Uno, porque se supone que habíamos venido a estudiar, formarnos como personas para el mañana etcétera etcétera, y aquí había un señor de porte contrahecho dándome a entender que la situación “normal” iba a ser de ruido inaguantable y chillidos femeninos histéricos por los pasillos. Y dos, porque por otra parte, había también varios alumnos en su año final, cuyos exámenes por tanto eran de máxima importancia y también tenían derecho a estudiar con calma.
Todo esto me parecía increíblemente chocante, aunque nadie parecía especialmente intrigado. A mitad del discurso de bienvenida, mi atención se fue concentrando más en puntuar a las chicas de la residencia para la consabida conversación con los colegas más adelante.
Sin conocernos, tuvimos que elegir un representante por cada planta más dos encargados de ir a recoger el correo de la recepción principal y colocarlo en los casilleros de cada uno, nuestro sorprendente tutor de la residencia se marchó a su piso, que estaba formado por cuatro habitaciones en la planta baja de la residencia, mientras el resto nos fuimos separando.
Quizás fuese el hecho de estar lejos de casa, con un dormitorio para mí solo y sin nadie que preguntase quién entraba y quién salía, que empecé a asignarle probabilidades de un encuentro sexual a cada una de las chicas con las que compartía la residencia. Para mi mayor decepción, salí de aquella habitación con la sospecha de que la máxima probabilidad asignada era de un 5%.
Esa misma noche había organizada una pequeña fiesta de bienvenida a cargo del presupuesto asignado por la universidad a este tipo de eventos destinados a promulgar la socialización y el intercambio cultural entre los residentes. Es decir, que había cuatro bolsas de patatas fritas y mucha cerveza. Poco a poco, el alcohol fue haciendo efecto, la cosa fue decayendo hasta acabar con un chico que al parecer ni siquiera vivía en Hampton, bebiendo vino directamente de una de esas botellas de agua caliente que se usan cuando uno está enfermo y le duele la tripa.
Bienvenidos.
Todo esto me parecía increíblemente chocante, aunque nadie parecía especialmente intrigado. A mitad del discurso de bienvenida, mi atención se fue concentrando más en puntuar a las chicas de la residencia para la consabida conversación con los colegas más adelante.
Sin conocernos, tuvimos que elegir un representante por cada planta más dos encargados de ir a recoger el correo de la recepción principal y colocarlo en los casilleros de cada uno, nuestro sorprendente tutor de la residencia se marchó a su piso, que estaba formado por cuatro habitaciones en la planta baja de la residencia, mientras el resto nos fuimos separando.
Quizás fuese el hecho de estar lejos de casa, con un dormitorio para mí solo y sin nadie que preguntase quién entraba y quién salía, que empecé a asignarle probabilidades de un encuentro sexual a cada una de las chicas con las que compartía la residencia. Para mi mayor decepción, salí de aquella habitación con la sospecha de que la máxima probabilidad asignada era de un 5%.
Esa misma noche había organizada una pequeña fiesta de bienvenida a cargo del presupuesto asignado por la universidad a este tipo de eventos destinados a promulgar la socialización y el intercambio cultural entre los residentes. Es decir, que había cuatro bolsas de patatas fritas y mucha cerveza. Poco a poco, el alcohol fue haciendo efecto, la cosa fue decayendo hasta acabar con un chico que al parecer ni siquiera vivía en Hampton, bebiendo vino directamente de una de esas botellas de agua caliente que se usan cuando uno está enfermo y le duele la tripa.
Bienvenidos.


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