Batallitas

Mis experiencias como estudiante extranjero en la Universidad de Warwick

He aquí algunos ejemplos de las búsquedas que han conducido a mi blog:

Decadencia de la antigua roma de la cocina dios (¿comorrr?)
Maquinas para moler cascotes (con los cuernos hombre...)
Posters de la segunda guerra mundial (el unico tipo interesante)
Granada pub ambiente lesbianas O.O
John Travolta en sandalias (¡Fetichista!)

domingo, enero 30, 2005

VI. Los Compañeros de Residencia

Desde que Inglaterra perdiera/abandonara todas sus colonias, las islas británicas se ha convertido en un hervidero de culturas y gentes venidas de todos los puntos del planeta conocidos.
Y Londres es el máximo exponente. Indios, árabes, británicos, europeos y asiáticos, conviven en la que es un una sociedad terriblemente pacifica y tranquila para la cantidad de problemas de xenofobia y racismo que cabría esperar. Como no podía ser menos, las universidades son los lugares donde esta diversidad multiracial más se aprecia. Warwick contaba con un cóctel de nacionalidades absolutamente explosivo, entre mis compañeros de clase y residencia entablé relación con personas venidas de: Gales, Escocia, Isla de Man, Nigeria, Kenya, Holanda, Dinamarca, Alemania, China, Tailandia, Hong-Kong, Vietnam, Japón, Singapur, Malasia, Isla Mauricio, Grecia, Chipre, Hungría, Polonia, Irak, India, Dubai, Israel, Noruega, Suiza, Rusia, Sri-Lanka, Estados Unidos, Méjico, Brasil, Italia y Costa Rica. De toda esta mezcla saqué tres conclusiones inapelables:

1) La política y la religión son un cuento y, al final de cuentas, cuando uno tiene dieciocho años sólo tiene dos ideas en la cabeza: sobrevivir a la resaca de la noche anterior y practicar la mayor cantidad de sexo posible. Alguno(a)s sólo tenían una de estas dos ideas.
2) La mayor parte del intercambio cultural que se produce se centra en el aprendizaje de las distintas formas de abuso verbal que cada idioma ofrece.
3) La oferta culinaria se multiplica a menos que uno sea cuidadoso. Sobre todo si le gusta la comida china. En cuatro años no conocí un chino(a) que no supiese cocinar de maravilla.

De tal modo, con mi cara de paleto andaluz recién salido del cortijo, curioso y ansioso por explorar el ecléctico mundo que se abría ante mí, me dispuse a entablar conversación con tres chicas de aspecto asiático que estaban sentadas juntas en la cocina. Confiado, seguro de mi mismo, educado en colegios de pago, le pregunté a la primera:
“So yu can fron chaina, jao interestin?”. (¿Así que vienes de China?, que interesnate).
Emily, así se llamaba, me contestó con un acento americano bastante fuerte que me pilló totalmente por sorpresa:
“Nooo, aiim from Califournia”. (No, soy de California )
Una vez repuesto del primer shock, mi intuición no podía fallar dos veces seguidas, así que le pregunte a la segunda:
“Bat yu can from chaina, yia?”. (¿Pero tú si eres de China, verdad?)
“Nou, I cam from Landon”. (No, soy de Londres).
Confuso, le pregunté a la tercera, casi con sorna
“An yu, güer du yu can fron?”. (¿Y tú, de donde vienes?)
“From Chaina, cant yu tell?” (De China, ¿es que no se nota?
Fue ese día cuando aprendí lo peligroso de extraer conclusiones demasiado rápido.
Sin embargo, estas tres asiáticas, Emily, Janice y Xixi resultarían ser mi salvación gastronómica en tiempos de escasez y necesidad. O simplemente cuando me daba por auto invitarme, que era bastante a menudo. Se ve que no habían visto muchos españoles simpáticos y dicharacheros como yo, o que viniendo de donde vienen, nunca habían visto a nadie con una nariz tan grande como la mía. Honestamente, a mí me daba igual mientras tuviese delante un plato de arroz con carne y verduras.

Ya he hablado brevemente de Pietro, el chico napolitano con el que me cambiaba las sábanas. El núcleo mediterráneo de la residencia lo formábamos Pietro; Eric, un hispano-suizo, y servidor. Durante las primeras semanas, había personas que los tres éramos homosexuales, por el simple hecho de que no nos daba ningún reparo expresar nuestra amistad a través de abrazos y las normales palmadas en la espalda, etc. Quizá esa mis concepción se viese alentada por el hecho de un par de noches nos quedamos los tres en la habitación de Pietro despiertos toda la noche, bebiendo vino y fumando, lo cual sí que admito que quizá pudiese resultar algo más sospechoso, pero tampoco era algo fuera de lo común.
Y es que, por norma general, y comenzando desde niños, existe la norma no escrita de que los hombres, por decirlo de algún modo, han de ser muy hombres, y las mujeres muy mujeres. Y me explico. A un hombre le tienen que gustar cosas de hombres, por ejemplo, ver películas violentas o la inmensidad de programas de contenido sexual que ofrece la televisión inglesa. A un hombre le tienen que gustar sobremanera los coches, hasta el punto de que no hay mayor distracción para los jóvenes que sentarse por los domingos por la mañana delante del televisor a ver la formula 1 o seguir con pasión los campeonatos de rallies, incluso si hace falta quedarse despierto hasta las cuatro de la mañana para ello. Un hombre, por supuesto, evita el contacto físico con sus amigos, el abrazo no existe ni tampoco, por supuesto, la palmada en la espalda o tocar a un amigo en cualquier punto del cuerpo. Un hombre, en definitiva, es un hombre, y no debe dar lugar a ninguna duda de su sexualidad, cualquiera que sea la situación.

A continuación estaba el núcleo duro de ingleses puros y duros y, he de decir, estos no han cambiado mucho durante los años. Los más descuidados en cuanto a higiene personal y en general, eran los ingleses, digamos, tradicionales. Los ingleses de pasaporte pero de origen hindú o escandinavo, por el contrario, le tenía más aprecio al jabón de ducha y al desodorante. Rondaba por la residencia un chaval llamado Greg, al que, para facilitar las cosas, le llamaremos por su equivalente españos, Gregorio que, feo está decirlo, era un guarro. Su compañero de habitación se llamaba Paul, y aunque siga estando feo decirlo, era otro guarro. La prueba de ello era que el cuarto de estos dos muchachos apestaba, literalmente. A fuerza de no abrir la ventana con la excusa del frío, de tener la calefacción a tope y de no ducharse, pues está claro. Dato: nadie, repito, nadie, vio en todo el año a Grez llevar su ropa sucia a la lavandería. Hasta tal punto que, a mediados del año, a Gregorio le salieron unas marcas en la piel que los médicos se temían pudiera ser meningitis. Lo que resultó ser era una falta de esponja y jabón que hasta las liendres tenían asco. Me reitero en el hecho de que no estoy exagerando. Una noche, el pobre hombre, roto el corazón al haber sido rechazado por una chica (¿hay alguien que se sorprenda?), se medio sentó/tumbó en la cama de Pietro una tarde noche para un poco de terapia y allí los dejé antes de irme a la cama.

La verdad es que mi italiano no da para mucho. Pero cuando a eso de la una de mañana me despertaron unos gritos desgarrados me llevé un buen susto. En pijama, con los ojos pegados por las legañas, me asomé la cabeza al pasillo a investigar cuál era el motivo de tan terribles lamentos. En esto, vi salir a Pietro de su habitación con las sábanas en la mano, diciendo no se qué de un culo y un cazo, al tiempo que las tiraba al suelo de muy malas maneras.

“Güot japens?” (¿qué pasa?), le pregunté a Pietro, un tanto preocupado.
“ Dat faquin asjol, son ofa bich (Ese picaronzuelo de mala cuna), me contestó.
“Bat güots ap?” (¿pero qué pasa?), insistí.
“Dat bladi idit jas infested mai bed güiz nits” (ese bribonzuelo me ha llenado la cama de nits).

¿Nits?. Mira, había aquí una palabra nueva que no me sabía. Al principio costaba comprender que es lo que estaba pasando, pero al ver cómo Pietro se rascaba sin parar y el hecho de las sábanas estuvieran en el suelo medio me daba a entender que significaba eso de nits. En mi ansia de conocimiento, eché mano del diccionario en mi cuarto y me puse a buscar. La bombilla se me encendió en seguida. Nits son los piojones. Piojos como leones, quiero decir. Al parecer, las piojones de Gregorio habían intentado huir en busca de mejor fortuna y lugares más salubres como ratas en un naufragio a la menor oportunidad, buscando cobijo en la cama de Pietro. Y claro, cuando Pietro fue a acostarse, lo tomaron como una intrusión en su recién encontrado nuevo hábitat y presentaron férrea oposición por las sábanas. La lucha debió ser terrible, peor al final Pietro consiguió doblegar a los piojones tras cruenta batalla y expulsarlos de la cama.
Tras tan funesto incidente, se organizó un comité para, de la forma más sutil y políticamente correcta, explicarle a Gregorio las propiedades beneficiosas de ducharse con jabón de vez en cuando, no tiene por qué ser todos los días, pero al menos de vez en cuando. El hecho es que el muchacho no se lo tomó muy bien y creo que en venganza por la ofensa decidió ducharse menos aún. Seguimos sin verle lavar la ropa en todo el año, pero yo creo que había llegado el punto en el que unos milímetros de mugre más a o menos no se notaban.

Lamentablemente, el equivalente femenino es parecido. Es una triste realidad de la sociedad en la que vivimos, en la que hombres y mujeres son juzgados por distintos parámetros. Así, por ejemplo, sin un chico se acostaba con cuatro chicas diferentes en una semana, era un machote respetado por toda la residencia, mientras que si una chica se acostaba con cuatro chicos distintos en una semana, era una tal y una cual. Y mira por dónde, en la residencia teníamos un exponente de cada uno.
Sam era un chico de Sri Lanka en su último año, bastante estudioso y muy a la moda, muy metrosexual, que se dice hoy en día, y debía de manejar un técnica secreta o algo por el estilo, pues la cantidad de chicas que vimos entrar y salir en su habitación durante el año que coincidimos fue asombroso. Por el otro lado estaba Gemma, alias “la bicicleta”, y es que todo el mundo se montaba en ella. Conclusión, Sam era el chaval con el que querías que la gente te asociase y te viese hablando (con un poco de suerte pensando que estábamos intercambiando técnicas), y Gemma era la chica con la que querías que la gente no te asociase. A quien aquí suscribe nunca le gustaron las bicicletas de alquiler, sobre todo cuando son feas.

Las mujeres han de ser muy mujeres, con todo lo que ello conlleva. La supuesta liberación de la mujer de finales del siglo XX ha impulsado la aparición de legiones de Spice Girls de bajo presupuesto que en el proceso han abandonado toda feminidad. Y llámenme machista, pero personalmente, no encuentro nada atractivo en una mujer bebiéndose una pinta de un solo trago. Y no tengo nada en contra de una mujer exhibiendo sus encantos, oiga, yo encantado. Pero con estilo, por favor, pero debe ser una palabra que se ha debido de caer del diccionario en su última edición. Las mujeres, pues, han de ser atrevidas, incluso descaradas. Los ingleses incluso han desarrollado un vocablo peyorativo para referirse a este tipo de mujeres, “tart” las llaman.
Obviamente, esto es una generalización, pero lo general está más extendido que lo excepcional, así que la probabilidad de encontrarse lo arriba descrito en Inglaterra es bastante alta. Había en Coventry unos multicines a los que me gustaba ir en un complejo de entretenimiento llamado Sky Dome. El Sky Dome estaba formado por los multicines, distintos restaurantes y un par de discotecas. A mí se me rompía el corazón cuando al salir del cine veía a las madres jóvenes en sus treinta y pocos vestidas con una bufanda y un cinturón a las que se les veían las bragas por el escote, borrachas, haciendo cola para entrar en la discoteca. Quizás el pensamiento más descorazonador era el saber que, en algún recóndito callejón de mi cerebro se encontraba la seguridad de que sus maridos estaban en algún pub emborrachándose con sus amigos mientras sus hijos veían televisión en casa.
Y para que nadie me pueda echar en cara que esto son invenciones mías, aquí van unos datos de la Office for National Statistics, el equivalente a nuestro INE en un estudio sobre el consumo de alcohol en Inglaterra publicado en Marzo de 2004:

Entre 1970 y 2000, el número de hombres entre 25 y 34 años muertos por enfermedades crónicas del hígado se multiplicó en 4.25 veces.
Entre 1970 y 2000, el número de mujeres entre 25 y 34 años muertas por enfermedades crónicas del hígado se multiplicó en 8.57 veces.

Y para que no quede dudas, aún hay más. Los resultados de la encuesta Living in Britain 2002 señaló un ligero aumento en el consumo de alcohol por semana en los hombres, mientras que para las mujeres entre 16 y 24 años, el consumo del alcohol se multiplicó por dos.

viernes, enero 28, 2005

V. Las Limpiadoras

Aún no he empezado a hablar de las limpiadoras, y eso merece un capítulo aparte.
Si algo estaba claro acerca de las limpiadoras de la residencia, es que fumaban. Limpiar lo que se dice limpiar, no estoy tan seguro, pero fumar, fumaban. A grandes rasos, su plan del día era:

09:00 de la mañana Entrada
09:01 de la mañana Cigarro para coger fuerzas
09:30 de la mañana Limpiar la cocina (con paciencia)
10:20 de la mañana Cigarro de descanso
11:30 de la mañana Limpiar habitaciones (25)
12:15 de la tarde Cigarro de descanso y almuerzo
13:45 de la tarde Cigarro de después de comer
14:00 de la tarde Comienzo de las horas extra
14:01 de la tarde Taza de té y cigarro en el salón
15:30 de la tarde Fin del día

Y como el sibaritismo alcanza a todas las personas y porque a nadie le amarga un dulce, un par de veces las pillamos in fraganti fumando en el cuarto de una chica llamada Lianne. Lo cierto es que su cuarto estaba muy bien decorado y era muy agradable, y supongo que se encontrarían más a gusto que fuera del edificio bajo la lluvia. Al final, tanto les podía el vicio que consiguieron convencer al servicio de acomodación de la universidad para transformase un cuarto para la plancha que había en el último piso por un fumadero.
Según recuerdo, las limpiadoras se llamaban Marie, Bernie y Unna. Cada una se encargaba de un piso, y cada una en sí era un personaje de novela. La mayoría representaba la triste realidad de muchas de las zonas deprimidas de Inglaterra. Todas vivían en los pueblos de alrededor de la universidad y casi todas estaban divorciadas o eran madres solteras y el trabajo de limpiadora más las ayudas del gobierno eran sus únicas fuentes de ingresos.
Todas eran de mediana edad. Marie se tintaba el pelo de color rubio-agua oxigenada, tenía la cara marcada por una gran quemadura en el carrillo derecho. Su voz denotaba ciertos excesos con la ginebra y tenía por costumbre no limpiar el dormitorio si el inquilino se encontraba dentro, lo cual en época de exámenes se agradecía. Marie murió de infarto una noche mientras dormía en el tiempo que estuve allí.
Bernie era mi limpiadora, siempre llevaba más línea de ojos de la cuenta y probablemente era la que más fumaba. Su cuartito donde guardaba los productos de limpieza estaba lleno de fotos de tíos cachas y siempre solía tener la radio a todo volumen en el pasillo mientras limpiaba la cocina. Cada limpiadora tenía una llave maestra que abría todas las habitaciones, y Bernie tenía la manía de abrir el cerrojo y golpear la puerta para comprobar si había alguien dentro. El problema es que nunca daba tiempo a contestar y en más de una vez tuve que hacer el salto del tigre para taparme con la toalla.
Unna parecía totalmente fuera de lugar. Daba la impresión de venir de un espectro social algo más elevado que el resto y era muy amable. Siempre iba bien peinada y daba la impresión de ser una señora en delantal.
Indudablemente, el trabajo de estas tres señoras requería paciencia infinita, y siempre convenía tratarlas con aprecio, pues las ventajas eran mucho mayores que los inconvenientes. Teóricamente estaban obligadas a denunciar si encontraban drogas en las habitaciones, pero en la mayoría de los casos se limitaban a meterlas en un cajón cuando las encontraban. Sin embargo, las limpiadoras estaban allí para limpiar, pero no para recoger, y recuerdo que muchas veces se negaban a limpiar la habitación si estaba desordenada. Por algún extraño motivo, debí de darle pena a Bernie o caerle simpático, pues en más de una ocasión me hizo la cama cuando no tenía por qué hacerla.
Lo cual, curiosamente, me trae a otro asunto digno de mención.
La limpieza de de los cuartos estaba bastante bien. Bernie venía más o menos todos los días entre doce y una de la tarde. Le daba una pasada a la moqueta con la aspiradora, a menos que el cuarto estuviese muy desastrado, en cuyo caso se la daba yo más tarde. Limpiaba el espejo y le daba una pasada al lavabo, la parte más importante de la limpieza, pues generalmente cuando por la noche tenía de ganas de hacer pis, lo hacía en el lavabo en vez de ir hasta el cuarto de baño a mitad del pasillo, pura vagancia, oiga. Aquí quiero hacer un inciso. Admito que es una guarrería eso de hacer pis en el lavabo, pero me consta que es una práctica ampliamente extendida que se transmite de generación en generación. No es mera casualidad que los tres primeros días, cuando todo el mundo se iba a la cama la historia siempre fuese la misma: cada uno se iba a su respectivo dormitorio, se ponía el pijama y entonces empezaba una curiosa procesión de gente en pijama, unos descalzos, otros con chancletas, algunos con zapatillas de estar en casa con forma de pies de dinosaurio, en fila india a sacar número para hacer pipí en uno de los tres retretes del pasillo. En menos de una semana esta sana costumbre se perdió.
Pero me he desviado un poco del tema en el que me quería centrar. Ya he hablado de la cama, las colchas, las sábanas y las mantas, pero no he hablado de cómo las limpiaban. Las sábanas se cambiaban todos los martes por la mañana. El plan a seguir era sencillo, antes de abandonar la habitación para ir a clase, se dejaban las sábanas echas un barullo junto a la puerta en el pasillo, Bernie las recogía y dejaba una en la habitación de recambio. Y no me he equivocado. Dejaba una.

- Yo: “Bernie, me has dejado sólo una sábana, se te ha olvidado la otra”
- Bernie (con cara de resignación): “No, no se ma ha olvidado, sólo te toca una cada semana”
- Yo (con mi cara de gilipollas): “¿Y que hago con una sola?”
- Bernie (con la voz de quien ha repetido la misma explicación más de mil veces): “Quitas la de abajo, la de arriba la pones abajo y la nueva la pones arriba”

Está claro. Bajando la cabeza, aceptando la derrota, me agaché, recogí una de las sábanas y procedí a hacer la cama tal y como me habían instruido. Posteriormente, comentando el suceso con mi vecino de habitación, un Napolitano con una historia bastante extraña tuvo una idea que no me pareció mala: ¿Por qué no cambiarnos las sábanas entre los dos?. La verdad que el arreglo me pareció mucho mejor de lo que me esperaba el resto del año, así que acepté el trato.

* * *

Aclaremos la situación. No nos cambiábamos las sábanas sucias del uno por las del otro. Simplemente, yo le daba mi sábana limpia una semana y el me daba su sábana limpia a la siguiente, de tal manera, cambiábamos el juego completo de una vez cada dos semanas.

jueves, enero 27, 2005

IV. Hampton

Aunque ya he descrito la residencia con cierto detalle, lo cierto es que hay más, mucho más, por contar. Empezando por abajo, estaba el salón. El salón era supuestamente el sitio de reunión y socialización de los estudiantes, pero eso no pasó hasta que entre todos pusimos dinero y alquilamos una televisión grande con vídeo y pudimos ver Los Simpsons. En mi primer año había unos sofás para dos personas bastante viejos, machados de no se sabe qué y mejor no preguntar, aunque el consenso imperante decidió que se trataba de cerveza. Yo no estaba completamente convencido. Cuando volví a la residencia un año más tarde para hacer mi último año, estos sofás dobles habían sido reemplazados por unas sillas nuevas bastante cómodas para mayor disgusto del público en general, que alegaba que eran muy antisociales, y que así no podían sentarse unos al lado de otras y conocerse mejor. Rondaban por el salón unos cojines con el aspecto más piojoso que uno pueda imaginarse, creo que aún no me he recuperado del trauma de ver como las chicas se aferraban a ellos mientras veían la tele. Cuando volví después de un año, los cojines, gracias a Dios, habían desaparecido, así que espero que los hayan quemado y hecho así un favor a la humanidad. El salón era, teóricamente, limpiado diligentemente cada día por las limpiadoras, aunque ese término no debe utilizarse por ser políticamente incorrecto, así que las llamaré asistentes de limpieza, como dictan los cánones. El problema es que las asistentes de limpieza, como todo hijo de vecino, tienen derecho a descansar los fines de semana. En mi vida he visto tanta basura acumularse tan rápidamente. Entre el viernes por la tarde y el domingo por la noche daba lugar a que el salón pareciera un vertedero y aún más, oliese a vertedero.
Un número infinito de latas de cerveza, cartones de pizzas, botellas de alcohol, vasos de plástico, colillas de cigarros, vómitos (no siempre), panchitos, gusanitos, y otras cosas que el pudor me impide nombrar cubrían el suelo y rebosaban de las papeleras. En el tema de los vómitos, las asistentes de limpieza eran muy diligentes. Nunca dejó de sorprenderme que cada vez que apareciese un vómito (sea en el pasillo, ducha o salón) siempre decían lo mismo: “¿Otra vez?”. Nunca lo tocaban, esperaban a que el irresponsable de tamaña afrenta al decoro se identificase, entonces le daban estropajo y jabón y le hacían limpiarlo de la moqueta. La flema británica.

La verdad es que los cuartos de baño dan mucho de que hablar, aunque no se si resultará soez o zafio, pero creo que la verdad ha de ser contada. Había tres retretes por cada 25 personas más o menos, así que las probabilidades de que alguien atascase un retrete después de ingerir la materia pseudo-orgánica que nos daban en los comedores rondaba el 100%. De hecho, creo que la estadística oficial era de un retrete atascado por semana. No voy a entrar en detalles acerca de las causas del atasco, pero eran una fundamentalmente: la habilidad del chaval que vivía en la habitación de al lado de la cocina para cagar ladrillos. Aunque claro, él nunca se identificó voluntariamente, y siempre quedaba la remota posibilidad de condenar a alguien inocente. Con el fin social de acabar con la horrorosa escena de ir con el apretón y encontrarse el suelo del cuarto de baño encharcado por los motivos ya descritos (siempre supimos que fuiste tú Matt) ideamos un plan que no podía fallar: pegaríamos un papel con forma de cuestionario en la parte de dentro de la puerta de los retretes con las secciones de nombre, número de habitación, hora de visita al retrete, ¿has tirado de la cadena?, ¿se ha ido el papel?, ¿se ha ido el zurullo?, y en cuanto alguien escribiese un aspa en la última casilla, el culpable sería identificado. Sin embargo, esta fantástica idea no fue bien acogida por el resto de co-usuarios y finalmente tuvo que ser desechada.

Pero sabíamos quién era. Siempre lo supimos.

Las duchas de la residencia también dan de que hablar. La proporción de duchas por habitante seguía siendo de una ducha por cada 8,3 residentes, con el añadido de que una de ellas era un baño. Que la gente utilizaba a tal efecto. Aquí quiero romper una lanza a favor del sexo masculino. Se suele tener la noción (absolutamente falsa, por las razones inapelables que paso a mencionar) de que las chicas son más limpias que los hombres. Mentira, todo mentira, por dos sencillas razones: una, los chicos no tenían pelo largo que atascase y bloquease el desagüe de la ducha y que después nadie se atrevía a tocar (puro asco, simplemente, nada más); y dos, que no tenían la costumbre de afeitarse las piernas y dejar por allí los restos de la operación. Lo cierto es que las duchas llevaban a cabo algo más que la mera tarea de ser útiles para la puesta a punto de la higiene personal. También servían como instrumento de culminación de las fantasías sexuales de alguna gente, y he de decir que algunas de ellas eran bastante fantasiosas. Era en verdad curioso lo que uno se encontraba en la bañera después de que alguna parejita hubiese terminado de hacer lo que no deberían de hacer: huesos de cereza (que romántico), una caja vacía de helado de chocolate (vaya guarrería.) y una infinita variedad de productos de baño que se alejan mucho de lo que una persona normal tiene en su armario. Por otra parte, pero ya en un ámbito de mucha más normalidad y menos divertido, también me encontré en la bañera y en las duchas anillos, pulseras, botes olvidados de jabón y demás cosas por el estilo. Y ni que decir tiene que en la vida me duché después de que la bañera hubiese sido sometida al tal abuso. Las chancletas en los cuartos de baño eran de uso obligado para evitar infecciones. Hombre, yo no se a ciencia cierta las costumbres en la ducha de todos los británicos y extranjeros del resto del mundo con los que tuve que compartir mi ducha durante los dos años que estuve viviendo en residencias, pero se las apañaban para inundar todo el suelo, y con perdón, pero con lo guarros que eran algunos, se echaba de menos una aspersión con zotal de vez en cuando. Como persona perspicaz y avezada que me considero elaboré un plan magistral para evitar sustos desagradables. Cual César hábil estratega, empecé a ducharme inmediatamente después de que las limpiadoras hubiesen acabado de hacer su tarea en el cuarto de baño. Digno de un genio.
Para acabar con el tema de las duchas, simplemente mencionar que en un ambiente como en el que vivíamos, un ambiente muy cerrado y muy íntimo, en el que se sabía todo acerca de todo el mundo, quizá me atrevería a decir más personal que en el de la propia familia, se practicaban las gracias propias y esperadas. Es decir, que no era extraño pasar por el pasillo y ver a un grupo de gente reunida a la salida del cuarto de baño con cámaras de fotos esperando a que el pobre del danés al que le habían cambiado la toalla mientras se duchaba por otra ridículamente pequeña, se atreviese a salir corriendo como nunca antes había hecho en dirección a su cuarto (que apropiadamente había sido cerrado para mayor vergüenza del pobre infeliz). En fin, historias como esta acerca de gente en la ducha se podrían contar muchas, gente que corre por el pasillo cubierta de helado de chocolate, parejas que hacen ruidos extraños en la ducha, gente que se queda encerrada en la ducha, gente que inunda la ducha, gente que rompe la ducha, gente que vomita en la ducha, en fin, diversas y absurdas historias acerca de duchas que no vienen al caso.

De las cocinas es casi mejor no hablar, pero lo voy a hacer por el inmenso placer queme produce hablar de temas escatológicos y guarrindongos, a pesar de que en su mayoría se trata de historias desagradables acerca de productos que se biodegradan en la nevera y cebollas que germinan por tres meses en un armario. Merecen ser contadas.
Las cocinas de la residencia estaban perfectamente equipadas con una nevera y un congelador grande, dos juegos de hornilla, un grill, un horno y un fregadero. También había una mesa grande y varias sillas de plástico más o menos sucias. El mobiliario lo completaban unos armarios destartalados numerados por habitación a los que se les podía poner un candado para proteger las reservas de uno contra ciertos mamíferos de rapiña que indudablemente habitan en todas las residencias. El número de candados en los armarios era directamente proporcional al nivel de latrocinio de productos alimenticios. Yo nunca tuve problemas con los robos, dado que mis costumbres gastronómicas eran consideradas “asquerosas”. Entre las más deleznables de encontraban el empleo de aceite de oliva como aliño de ensaladas, o como condimento para las tostadas con azúcar. Como tampoco habían visto en su vida una cafetera y no sabían como usarla, no me robaban el café ni me manchaban la cafetera. Todo lo que me podían socializar era el azúcar y las latas de tomate frito que yo tenía para hacer espagueti boloñesa, pero como eso valía literalmente tres duros, no me importaba. Yo, la mar de simpático y amable no me cansaba de repetirles: “Si queréis utilizar algo de mi armario estáis bienvenidos”. Nadie lo hacía y yo quedaba como un rey.
Las neveras eran una auténtica guarrería. Y todo era culpa de las chicas, sin ser sexista. Es una explicación que tiene su explicación muy lógica. Y es demostrable empíricamente. Como a las chicas les gusta cocinar y preparar comidas en grupo más que a los chicos, las neveras estaban siempre llenas, y era una pelea meter en la nevera tu recién adquirido paquete de mantequilla. Y claro, cada uno íbamos empujando hacia el fondo de la nevera lo que ya había dentro para poder guardar los productos más reciente, dando lugar a que los paquetes de lechuga se perdiesen, convirtiéndose en agua negra (y es verdad que yo lo he visto), que las fresas tuvieran una capa de moho por encima que todo el mundo que las veía decía: “¿Quién se ha dejado estas fresas con nata por encima? (Mirando más de cerca para coger una) ¡Arrgh!”.
También, y no se por qué extraño motivo, cuando las chicas compraban zumo de naranja, compraban el más barato (esto tiene su explicación), pero como el más barato no tiene tapón de rosca como los modernos y se dedicaban a ponerlo en las bandejas esas que tienen las puertas de nevera por dentro (esto es lo que no entiendo), a cada portazo el zumo de naranja saltaba y ponía todo chorreando. Pero no lo cambiaban no, que va, en vez de ponerlo en algún lugar de la nevera comprimiendo las botellas de leche o algo por el estilo envolvían el cartón en una bolsa de plástico.
¿Y con los chicos esto no pasaba?. Pues no, porque poseíamos una gran virtud, nuestra total inoperancia e inutilidad en temas culinarios. Con tener la nevera llena de cerveza y el congelador de pizzas cada una perfectamente guardada en su correspondiente caja, todo estaba solucionado. Ejemplos de higiene y pulcritud, eso es lo que éramos.

El mayor problema con la cocina era que, durante el fin de semana, iba acumulando basura y manchas hasta que el domingo por la noche era imposible encontrar una esquina de la mesa que estuviese limpia para poder sentarse a comer, un fin de semana tras otro. El problema fundamentalmente residía en el régimen comunista en el que nos encontrábamos. Había un poder central, La Universidad, un ente que se me antojaba casi etéreo, que proporcionaba ciertas facilidades para comer, pero, sabiendo que alguien vendría el lunes a limpiar la porquería que dejábamos detrás, nadie se sentía con al responsabilidad de limpiar lo que manchaba. Aquí quiero excusarme y decir que yo nunca fui un guarro. Que cada vez que me preparaba los espagueti boloñesa, me preocupaba de que al escurrir los espaguetis no se cayesen dentro del fregadero atascándolo (las veces que eso pasaba al mes) y de que la salsa de tomate no salpicase la mesa cuando sorbía los espaguetis.

No era raro entrar un lunes por la mañana en la cocina y notar que el coeficiente de rozamiento con el suelo se había multiplicado por varios cientos de veces por la cantidad de sustancias vertidos sobre la superficie. Y aún había algún loco que andaba descalzo…

miércoles, enero 26, 2005

III. Bienvenidos

Después de la cena, bajé por primera vez al salón, o "cuarto comunitario", donde se nos había citado para una especie de reunión de bienvenida organizada por el tutor de la residencia. Este tutor era un tipo bastante curioso. Era un neoyorquino que por algún motivo había aterrizado por estas tierras. A pesar de ser joven, tenía una tripa algo prominente y andaba con la espalda echada hacia atrás, barriga hacia delante, los pies abiertos en ángulo obtuso y brazos a los lados con las palmas también hacia delante. La verdad es que es complicado andar así, aunque supongo que le hacía más distinguible en una muchedumbre. Sentados más o menos como pudimos en los sofás, muchos de pie, prestamos atención a las pocas reglas de convivencia de la universidad. Lo curioso del caso es que se asumía que la situación normal era de ruido y gritos por los pasillos y que, a partir de las diez de la noche, por favor, que bajásemos el volumen hasta el mínimo socialmente aceptable. Al parecer, como caso especial, de vez en cuando habría gente que querría levantarse temprano para estudiar, aunque él lo dudaba mucho, y supuestamente, esa gente tenía derecho a una noche de sueño tranquila, así que en deferencia, por favor, lo suplicaba, que hiciésemos un esfuerzo. A mí todo esto me llenaba de espanto. Uno, porque se supone que habíamos venido a estudiar, formarnos como personas para el mañana etcétera etcétera, y aquí había un señor de porte contrahecho dándome a entender que la situación “normal” iba a ser de ruido inaguantable y chillidos femeninos histéricos por los pasillos. Y dos, porque por otra parte, había también varios alumnos en su año final, cuyos exámenes por tanto eran de máxima importancia y también tenían derecho a estudiar con calma.
Todo esto me parecía increíblemente chocante, aunque nadie parecía especialmente intrigado. A mitad del discurso de bienvenida, mi atención se fue concentrando más en puntuar a las chicas de la residencia para la consabida conversación con los colegas más adelante.
Sin conocernos, tuvimos que elegir un representante por cada planta más dos encargados de ir a recoger el correo de la recepción principal y colocarlo en los casilleros de cada uno, nuestro sorprendente tutor de la residencia se marchó a su piso, que estaba formado por cuatro habitaciones en la planta baja de la residencia, mientras el resto nos fuimos separando.
Quizás fuese el hecho de estar lejos de casa, con un dormitorio para mí solo y sin nadie que preguntase quién entraba y quién salía, que empecé a asignarle probabilidades de un encuentro sexual a cada una de las chicas con las que compartía la residencia. Para mi mayor decepción, salí de aquella habitación con la sospecha de que la máxima probabilidad asignada era de un 5%.
Esa misma noche había organizada una pequeña fiesta de bienvenida a cargo del presupuesto asignado por la universidad a este tipo de eventos destinados a promulgar la socialización y el intercambio cultural entre los residentes. Es decir, que había cuatro bolsas de patatas fritas y mucha cerveza. Poco a poco, el alcohol fue haciendo efecto, la cosa fue decayendo hasta acabar con un chico que al parecer ni siquiera vivía en Hampton, bebiendo vino directamente de una de esas botellas de agua caliente que se usan cuando uno está enfermo y le duele la tripa.
Bienvenidos.

II. La Llegada

Recuerdo mi primera llegada a la universidad de forma bastante difusa y como envuelta en una neblina. Mis tíos me llevaron en coche desde Londres, y que ya en la carretera se veían coches con padres e hijos dirigiéndose en la misma dirección que nosotros y cargados hasta arriba, literalmente, de los enseres necesarios para la supervivencia en las residencias de estudiantes: edredones (algo que no alcanzaba a entender, ya que sábanas y mantas eran proporcionadas por las residencias), cazos, platos, cubiertos, pósters (tremendamente importante), ordenadores y fundamentalmente, ropa.
Mi residencia se llamaba Westwood (o el bosque del oeste) y constaba de ocho edificios que llevaban el nombre de pueblos de alrededor en orden alfabético, así: Bericote, Compton, Dunsmere, Emscote, Gosford, Hampton y Knightcote eran las residencias de estudiantes, Avon era el edificio reservado para administración, Felden era una residencia reservada para visitantes y no había ningún pueblo por alrededor que empezase con i o con jota, así que se las saltaron. El edificio que iba a ser mi casa durante el próximo año era Hampton. Tenía tres plantas y estaba en forma de zeta, el techo era plano y cada cuarto tenía una ventana grande que ocupaba enteramente uno de los laterales pequeños del cuarto. Nada más entrar en la residencia me recibió un olor en principio ligeramente desagradable pero que pronto, a la vuelta de clase en la noche de los días más fríos de invierno se convertiría en sinónimo de bienvenida, un olor acogedor que le recordaba a uno que había vuelo a casa. Era un olor mezcla de sudor, pintura, basura, comidas especiadas y calefacción encendida al máximo desde primera hora de la mañana. A fin de cuentas, era un olor característico, y cada vez que he vuelto a ese lugar después de las vacaciones y la bofetada de olor me recibía y acogía, salvándome del frío intenso del exterior, no podía por menos decir: “He vuelto”. Después de recoger la llave de mi habitación y soltar todos los bártulos en mi cuarto, me di cuenta de por qué algunos estudiantes se traían sus propios edredones. Las sábanas tenían ese color blanco mate que adquieren las sábanas que llevan quince años lavándose con productos de limpieza baratos de alto contenido en lejía. Algunas, incluso, tenían alguna agujero redondo y pequeño, como esos que dejan las colillas de cigarro cuando se caen sobre las sábanas de la cama. Las fundas de las almohadas tenían el mismo aspecto. Las mantas eran verdes, pero no de un verde oscuro o bonito, sino de un verde entre brillante y claro con una W en marrón anaranjado bordada en una de las esquinas. Además, las sábanas no eran enteramente rectangulares, a lo mejor sí que lo eran, pero estas daban la impresión de haber pertenecido a un rollo kilométrico de manta y que alguien las había cortado del rollo matricial a mano con unas tijeras. Por último, las sábanas picaban como un demonio, estaban deshilachadas, y cada semana no era extraño encontrarse un rollito de pelo verde debajo de la cama o al lado de la pata de la mesa. Finalmente, la colcha era de un marrón claro con un diseño de cuadros de color marrón oscuros y anaranjado; también picaba. Las paredes estaban pintadas en azul claro, cubiertas de restos de papel adhesivo perteneciente a sepa usted cuantas generaciones de previos inquilinos. El efecto final del decorado lo aportaban múltiples agujeros de chincheta y algunos manchas de tipo aceitoso de origen desconocido. El diseño de lujo del cuarto lo completaban una silla de plástico, una mesita de noche que parecía sacada de un contenedor de basura, una mesa escritorio cubierta de cortes hechos con un cúter (o, ahora que lo pienso, con un bolígrafo), como si algún estudiante enloquecido hubiese ahogado todas sus frustraciones con la mesa, unas estanterías que se movían, un lavabo, un flexo de color naranja butano con manchas de típex , un armario y dos altillos que se cerraban con candado. También había una especie de sofá que en teoría era para sentarse más cómodo a leer, pero en el 99% de los casos, las cintas que sujetaban el asiento estaban rotas y se hundía, así que la gente lo utilizaba para poner la ropa a secar.

Ante tamaño espectáculo, decidimos dejar todo, y salir de allí mientras mi tía hacía comentarios del tipo: “Hombre, el cuarto es grande”. En la cocina de la planta baja había un caja con bolsitas de té, una caja de terrones de azúcar y vasos de plástico, así que nos hicimos un té, no sé si por hacer gasto o quitarnos la impresión y procedimos a registrarme, ya oficialmente, como alumno de la universidad. Después de una cola moderadamente larga, una foto y un par de firmas después, salí del edificio con una tarjeta que me acreditaba como alumno de la Universidad de Warwick por los próximos tres años. Acto seguido me metí en otra cola de la que un rato y un par de firmas después salí con una tarjeta que me acreditaba como miembro del sindicato de estudiantes, lo cual no parecía ser tan grave, pues el resto de los miles de estudiantes de la universidad lo eran, así que como allá donde fueres haz lo que vieres, me encaminé con mi recién estrenada militancia a ingerir mi primera comida en los comedores de la universidad. No recuerdo muy bien que fue lo que comimos, pero si recuerdo el comentario de mi tía: “No ha estado tan mal, ¿no?”. Después de esta comida comprendí por qué las residencias tenían sus propias cocinas completamente equipadas. Acto seguido cogimos el coche para ir a un supermercado para rellenar mi cuarto de víveres, y visto lo visto, creo que fue lo más sabio que hice en todo el día. O casi. No sé si en plan gracioso o por compasión, mi tío me compró un abastacimiento de baked beans con la intención de que me durasen todo el año, o eso me parecía a mi. Después de dos trimestres contribuyendo al efecto invernadero, la única forma de deshacerme de ellas era cambiarlas, como las raciones K de los ejércitos de las películas, por otras viandas.

Después de que mis tíos se fuesen, me dediqué a vaciar mis cosas y a convertir el dormitorio en una extensión más de mi personalidad durante el resto del sábado y principio del domingo.
La mayoría de la gente llegó el domingo, un goteo incesate, y el edificio rebosaba de madres de ojos vidriosos, padres cargados de cajas y jóvenes ansiosos por empezar una nueva vida por primera vez lejos del alcance de sus progenitores. El domingo por la tarde me quedé leyendo en mi cuarto para no molestar por el pasillo a todo el mundo que iba y venía. Por la tarde, a eso de las seis, todo se quedó incómodamente tranquilo. Me asomé y no vi a nadie. Como me pareció que era hora de cenar, (yo para estas cosas de comer me adapto enseguida), fui a la cocina y al entrar me encontré a casi todos los que iban a ser mis nuevos compañeros durante el resto del año sentados en torno a la mesa, cada uno con un bote de Pot Noodles. Los Pot Noodles son unos fideos que vienen en un bote de plástico a los que se les añade agua hirviendo y se comen en el mismo bote. Los hay de distintos sabores y cuestan tres de los antiguos duros. Pues allí que estaban todos, cuando al entrar yo se hizo un silencio sepulcral, convirtiéndome en el foco de atención de todos los allí presentes. “Jai”, dije a modo de saludo, un tanto apocopado. Saqué un cazo que me había comprado y me dispuse a calentar agua para prepararme unos espagueti boloñesa. En lo que me doy la vuelta para secarme las manos y veo como todos me miraban con los ojos abiertos: “Sabes cocinar”, me dijo una chica en un tono entre acusador y sorprendido. O sea, que hervir espaguetis contaba como “cocinar”.
Había llegado.

I. Introducción

Mi primer contacto con Inglaterra tuvo lugar en 1993 cuando, en un viaje familiar en el mes de Agosto, pasamos unos días visitando Londres, Oxford, donde vivían unos amigos de mi padre, Stratford Upon Avon, lugar de nacimiento de Shakespeare y cierto pueblecito cercano llamado Warwick.

Recuerdo los días en Londres con cierto afecto. En seguida me pareció un país muy raro. Tampoco es que hubiese viajado mucho yo por el mundo con 13 años, la verdad. Tan solo había estado en Francia el año anterior, tres días en Eurodisney y otros tres en París, a raíz de los cuales le tomé cierta animadversión a todo lo francófono.
Pero, a fin de cuentas, a mi Francia me pareció un país parecido a España, salvo por el hecho de que se cenaba muy temprano, o al menos eso a mi me parecía.
Por el otro lado, Inglaterra me pareció un país extraño y excitante. He aquí un país en el que no se podía comprar alcohol a determinadas horas del día. He aquí un país en el que me estaba prohibido acompañar a mis padres mientras se tomaban una cerveza en un bar. He aquí un país en el que los bares cerraban incompresiblemente temprano, donde los camareros daban la oportunidad a sus clientes de pedir una última ronda de cerveza tocando una campana.
Los autobuses tenían dos plantas, todos los supermercados parecían estar regentados por hindúes y los taxis eran todos de color negro y tenían una forma muy rara. Por las calles se apreciaba una gran mezcolanza de culturas y colores, suficiente para ser apreciado por un niño del sur de España.
En Oxford estuvimos en varias casas, una que nos alquilaron y otra que nos prestaron. La primera casa nos la alquiló una amiga de los amigos de mis padres que vivían en Oxford. Recuerdo que estaba divorciada, tenía una niña rubia y otro hijo más mayor y que tenía un novio con aspecto de hippy. También recuerdo que le faltaba una de las paletas superiores, que reapareció después de unos días de estar allí nosotros, y cómo nos la enseñaba con la ilusión de quien se compra su primer traje.
Pues resulta que la casa se la tenía alquilada a un seminarista, a nosotros nos la realquiló sin decírselo al seminarista, y todo fue muy bien hasta que dicho seminarista apareció una noche totalmente por sorpresa ,y cuál fue su sorpresa al verme a mí durmiendo en su cama a pata suelta. En resumen, que el seminarista era seminarista pero conocía sus derechos como inquilino y al día siguiente nos vimos de patitas en la calle sin tener donde dormir. Y por uno de esos que la gente llama azares del destino, o crueles bromas, mis padres decidieron que sería interesante aventurarse un poco más en la Inglaterra profunda y alquilaron una habitación en una granja-bed and breakfast en Stratford Upon Avon, condado de Warwickshire.
Uno de los días que estábamos por la zona de Stratford, fuimos a visitar el castillo de Warwick, uno de los castillos mejores conservados de Inglaterra, para mi mayor delicia. Por aquel entonces, yo me encontraba inmerso en los mundos de fantasía de Tolkien y El Señor de los Anillos. El viaje ya había sido para mi un completo éxito al conseguir convencer al dueño de un pub llamando Eagle and Child en Oxford de que me dejase entrar a ver un placa en su interior conmemorando que en dicho pub se reunían mi alabado Tolkien y Lewis Carroll a vaciar unas pintas después de sus clases en la Universidad. Para mayor satisfacción personal, en el autobús de Oxford a Stratford, pasamos por una pueblecito llamado Wooton, de donde, a mi se me antojó no podía ser de otra manera, Tolkien obtuvo su inspiración para escribir El Herrero de Wooton Mayor. Por tanto, la visita a Warwick me pareció la mejor idea que mis padres tuvieron en todo el viaje.
Y fue allí, en lo alto de la torre del castillo, con un viento frío que nos empujaba contra los muros de piedra donde mi madre, en palabras que resultaron ser proféticas, me preguntó: “¿Y no te gustaría venir a estudiar aquí cuando seas mayor?”.

* * *

Y como si de una cinta de vídeo se tratase, si rápidamente rebobinásemos hacia delante los siguientes cinco años de mi vida, allí me encontraba yo, el 3 de Octubre de 1998 desempaquetando mis maletas dispuesto a pasar los siguientes tres años de mi vida, que al final fueron cuatro, en la Universidad de Warwick.