Batallitas

Mis experiencias como estudiante extranjero en la Universidad de Warwick

He aquí algunos ejemplos de las búsquedas que han conducido a mi blog:

Decadencia de la antigua roma de la cocina dios (¿comorrr?)
Maquinas para moler cascotes (con los cuernos hombre...)
Posters de la segunda guerra mundial (el unico tipo interesante)
Granada pub ambiente lesbianas O.O
John Travolta en sandalias (¡Fetichista!)

lunes, febrero 14, 2005

X. El Sindicato de Estudiantes

Ya he mencionado de pasada el sindicato de estudiantes. Pero, ¿qué es el sindicato de estudiantes?.

¿Es un centro de iniciación en la militancia de izquierdas?, en parte. ¿Es una organización estructurada que lucha por defender los derechos de la clase marginal de la universidad, es decir, los estudiantes?, en otra parte.

Estas dos partes, sin embargo, son dos muy pequeñas partes de lo que se trata el sindicato de estudiantes. Fundamental y principalmente, el sindicato de estudiantes es un bar muy grande y muy barato, con lo cual ya ha satisfecho al 99% de la población estudiantil, ha salvaguardado sus derechos fundamentales a una cerveza barata y ha promovido la unión (carnal) y acercamiento (sexual) de sus miembros a través de variadas e innumerables fiestas y eventos de carácter social y cultural. Para mi gran fortuna, en 1998, Warwick contaba con el mayor sindicato de estudiantes de Inglaterra. El edificio era bastante grande y constaba de tres plantas. La planta baja estaba formada por un bar, una discoteca, una suerte de hamburguesería barata y una pista de baile con escenario. La planta superior estaba constituida por un bar más grande, una zona dedicada a varias mesas de billar, una librería de segunda mano, una tienda de sándwiches, una zona dedicada a varias maquinas recreativas y un restaurante algo más elaborado. La segunda planta estaba dedicada a una sala de billar y varias salas de reunión. La última planta la ocupaban varias oficinas y la emisora de estudiantes.

El problema del sindicato es que era un arma de doble filo. Se supone que el sindicato era un lugar de encuentro donde podías quedar con tus compañeros de clase o de residencia, a su vez estos quedarían con los suyos en una espiral fraternal destinada a ampliar el círculo social de sus afiliados. Para los faltos de autodeterminación y carácter, el riesgo de perder clases jugando al billar o simplemente sentado a gusto vaciando una(s) pinta(s). A lo largo de los años, mi autodeterminación y carácter fueron perdiendo su fuerza como el gas de una cerveza que se queda expuesta durante horas sobre una mesa intacta. Aparte de la comida y la bebida barata el sindicato, cada noche, ofrecía un tipo de “evento” distinto, con el único fin de minimizar la asistencia a las tempraneras clases del día siguiente. El más popular de todos, sin lugar a dudas, era el “Top Banana” de los lunes, posiblemente porque era el único gratis. La música era de cualquier género imaginable siempre y cuando fuese conocida por el 90% de los estudiantes y se pudiese bailar o cantar. A diez semanas por trimestre, tres trimestres al año, tres años de duración de la carrera, a mí me salen noventa posibles asistencias al Top Banana. Aquí va un hecho que a más de un padre preocupado por la educación de su hijo(a) llenará de espanto. Había más de uno(a) que elegía carreras de cuatro años, o se quedaba a estudiar un máster en Warwick o se tomaba un año sabático trabajando para el sindicato con el fin de poder alcanzar su 100º Top Banana. Dándose el caso curioso que cada lunes la música era siempre, y repito siempre, la misma, sólo que cambiando el orden de las canciones. Rezaba un dicho entre los estudiantes: “Una vez que has ido al Top Banana ya has ido a todos”. Y era verdad.

Los martes eran un día extraño y nunca estaba claro qué es lo que pasaba por el sindicato los martes por la noche. Los miércoles era el día de los años ochenta, terriblemente popular, pero ese ya era pagando. Los jueves era un día también extraño, y unas veces era música latina y otros afro-caribeña. Los viernes era música de discoteca, techo, trance y cosas así. Los sábados eran las mejores noches, unas veces era noche años setenta, obligado ir disfrazado de John Travolta o de hippie y otros días traían algún grupo o DJ más o menos conocido. Las noches años setenta se llamaban, como no podía ser de otra manera, Boggie Nights, y me perdí muy pocas. Un grupo de amigos estaban tan imbuidos en el espíritu de los setenta que iban disfrazados de Village People, con los pasos de baile ensayados y las rutinas aprendidas. Eran los triunfadores de la noche, siempre.
Un hecho curioso que se repetía noche tras noche, fuese el evento que fuese o el tipo de música que fuese era la inicial segregación sexual que se producía al principio de la noche y que poco el alcohol iba aproximando. Me explico. La gente llegaba poco a poco, con la pista de baile vacía, nadie quiere ser el primero. Como una mezcla de agua y aceite, las chicas bailaban en grupo mientras los chicos, acodados en la barra consumían pintas a mayor o menor velocidad. A medida que el alcohol empezaba a surtir efecto, dando paso a la fase de euforia, los chicos se iban acercando a la pista de baile tentativamente al principio, pero con mayor confianza según avanzaba la noche. Y no fallaba, todas las noches, sin excepción se producía este efecto sociológico digno de exploración.

Una vez por trimestre, uno de los eventos estrella del sindicato era la “Discoteca del Semáforo”. El plan era el siguiente. Cada uno se compraba una chapa de un color, rojo, amarillo o verde (sin sorpresas ahí), según la disponibilidad sexual del interesado. Es decir, que si se encontraba especialmente marchoso esa noche, chapita verde. Que uno no lo tenía claro porque la novia(o) andaba cerca, chapita amarilla. Que uno no estaba por la labor, chapita roja. Huelga decir que las chapitas rojas nunca se agotaban (sin sorpresas aquí tampoco).
En mi ignorancia, en mi primera, y casualmente, última, “Discoteca del Semáforo”, me compré una chapita roja, “Porque soy Español, ¡coño!” decía yo. Luego empecé a mosquearme cuando todos a mi alrededor parecían estar en racha esa noche con los miembros del sexo opuesto. Cuando por fin atendía a razones y me enteré de que iba el asunto, de perdidos al río, me compré una chapita amarilla y otra roja y me puse la bandera en el pecho, “Porque soy gilipollas, ¡coño!”.
Otra noche que resultó ser un fracaso fue la noche del Top Banana Lesbigay, o sea, organizado por la comunidad de gays y lesbianas de la universidad. Como ciudadano de mundo a puertas del siglo XXI, decidí extraerme de cualquier prejuicio que pudiera tener al respecto y, convencido de mi sexualidad, decidí acercarme a ver que se cocía en el sindicato aquella noche. Mi entrada no pudo ser más triunfal. A la puerta había un chico (supongo que gay) repartiendo chupa-chups a todos los que entraban. Yo, para no ser menos, fui a por mi chupa chups. “Toma”, me dijo el chico del pendiente y las gafas, “Dame”, le respondí antes de darme cuenta de la connotación de la brevísima conversación que acababa de mantener con el chico del pendiente y las gafas. Dos palabras. Sólo dos palabras, pero cuánto significado para aquellos versados en el doble entendre. Toma, dame. Toma, dame. Toma dame, toma, dame, toma, dame. Arrghghg. Bajando la cabeza, circunspecto, me asomé al balcón del primer piso para tener una vista global de que se cocía en el sindicato aquella noche. Las luces, tenues, apenas iluminaban la zona de baile, con la mayor parte de la iluminación proporcionada por pantallas emitiendo imágenes de parejas homosexuales intercambiando arrumacos y besos, sin llegar a ser indecente. Desde luego, si lo que pretendía era aumentar mi sensibilidad o concepción de la población homosexual, no lo consiguió, mi indiferencia al respecto no se alteró lo más mínimo. Más tarde, animado por un par de cervezas, bailando con los compañeros, se me acercó un chaval con intenciones deshonestas. ¿Que son imaginaciones mías? Al igual que no me hace falta ayuda para ver que un plátano es un plátano, no me hacía falta ayuda para saber que algo en mi forma de bailar había atraído al chico aquél. Echaba de menos mi chapita roja.

Como pude, conseguí escaquearme la noche aquella, dándole vueltas a la cabeza a lo que había sucedido. Según me comentaron más adelante amigos del aquél chico, gay lo que se dice gay, no es que fuese 100% gay. Más bien que era aficionado del Real Madrid y del Atlético si vale la metáfora futbolística.

Fiestas y más fiestas aparte, el sindicato cumplía otras muchas funciones de apoyo a muchos estudiantes a los que la vida en un país completamente extranjero o personas a las que socializarse les resulta una barrera insalvable. El sindicato tenía una línea de teléfono abierta de nueve de la noche a nueve de la mañana, llamada, convenientemente, línea de la noche (Night Line), completamente anónima para todos aquellos que en algún momento de necesidad necesitasen hablar con alguien. Entre otros asuntos, el sindicato ofrecía servicios de consejería en una gran infinidad de temas desde racismo y discriminación sexual hasta temas de tipo financiero. Siempre me resultó intrigante qué tipo de personas o quién llamaría a la Night Line, pues todos el mundo al que yo conocí o tuve algo de contacto parecía “normal”, excepción hecha de “los raros”.

El sindicato estaba dirigido por un presidente y varios oficiales, dispuestos a tomarse un año sabático dedicados al enriquecimiento espiritual de sus militantes. Generalmente eran elegidos por el 9% de la población estudiantil que se molestaba en votar en este tipo de cosas, orgullosos de pertenecer a uno de los sindicatos de estudiantes con mayor participación electoral del país. El sindicato se autofinanciaba a través de los servicios (fiestas) y productos (generalmente cerveza) que ofrecía y era conducido a modo de ONG “en contra de la salud hepática, ahora y siempre, más cerveza”.

Parece que el sindicato no sea más que un bar barato pero, cuando a modo de intentar limpiar su imagen de fábrica de futuros clientes de Alcohólicos Anónimos el sindicato distribuyó un cuestionario titulado “¿Qué es para ti el Sindicato de Estudiantes?”, más del 80% de los encuestados respondió algo como, “un bar barato”. Pues eso. El problema radicaba en que, por todas sus buenas intenciones de consejería práctica, la organización de eventos como “La Regata de los 100 Hombres” no hacían mucho por alejar esa concepción de tugurio barato. La Regata de los 100 Hombres, de la que Warwick era la orgullosa vigente plusmarquista consistía en, como su propio nombre indica, en 100 hombres puestos en fila india cada uno con una pinta de cerveza en la mano. El objetivo era tardar el menor tiempo posible en, uno por uno, beberse la cerveza, con la condición de que el siguiente hombre no puede empezar a beber hasta que el anterior no se ha acabado la suya y levantado el vaso boca abajo por encima de su cabeza indicando que ha terminado. Lo de llamarlo regata supongo que será porque el movimiento de brazos de los “remeros” se parece de lejos al de los remeros de la vida real, pero como ya he dicho, la vida universitaria no es si no una parodia de la vida real. En los años que estuve allí, Warwick perdió el honor de ser la plusmarquista de tan prestigiosa regata, aunque al año siguiente recuperamos el título. No recuerdo la marca exacta, pero el número de minutos empleado en batir el récord era ridículamente bajo.

Como ya he dicho antes, la vida en el campus universitario es una realidad desfasada y distorsionada en la que todo es bonito y perfecto, todo el mundo es simpático y agradable, todo el mundo quiere ser tu amigo, la bebida es barata y las chicas parecen perder gran parte de ese pudor que les impide acostarse con el primero que se lo pregunte. Es como si un día te levantases en un mundo feliz y perfecto, en el que tienes todo lo que quieres, todo con lo que alguna vez has soñado, a cambio de que el cielo sea de color verde. No tiene importancia, pero el cielo es verde, y te persigue un sentimiento de que algo está mal, de que el cielo no debería ser verde. Como si uno pasease por una isla paradisíaca como Mikonos, donde todo el mundo es guapo, las chicas pasean sus cuerpos bronceados en minúsculos bikinis y los chicos exhiben sus cuerpos de gimnasio en bañadores marcando paquete. En un chiringuito de playa, la gente bebe y baila alegremente, divirtiéndose como si no hubiera un mañana, sin embargo, algo falla. De repente te das cuenta de que el chiringuito no es más que el sindicato de estudiantes redecorado, las chicas no están para nada bronceadas y a más de alguno le asoman los michelines. Algo falla.
Para empezar, fallan las cabezas de los asistentes a tal evento. ¿Como se concibe ir en sandalias y envuelto en una toalla por toda prenda de abrigo en pleno mes de Noviembre en Inglaterra?. Yo no salía de mi asombro cuando, sorprendidos, la gente me miraba con esa cara de labios temblorosos, nariz goteante y ojos enrojecidos: “!Tengo los labios morados!”. En fin, quizá el más inteligente de todos sea el organizador de tal evento, pues imagino que la caja fruto del las ingentes cantidades de alcohol consumidas esa noche para entrar en calor serían, cuando menos, elevadas.

La distorsión de la realidad no se detiene en lugares o ambientes, no, se extiende hacia atrás en la línea temporal hasta la antigua Roma. Para celebrar la influencia de tan importante civilización, se organizó la fiesta de la toga. En el mes de Febrero. Así que, de nuevo, andar por el mundo cubierto con una sábana en pleno invierno se convierte en una de las mayores distracciones imaginables. Lo que pasa es que, como todo en esta vida, hay un truco para soportar el frío. El truco consiste en ir al pub más próximo antes de ir a la fiesta, cargarse de cuantas pintas de cerveza se puedan llevar en la mano a la vez, que por lo general son tres o cuatro y salir al jardín adyacente al pub. Una vez al fresco, las cervezas se depositan en una mesa y, alejado veinte pasos, se procede a rotar sobre el propio eje axial. Quiero decir, que uno se pone a dar vueltas sobre sí mismo y, justo antes de perder el equilibrio, cuidando de no caerse y romperse el obligo, se acerca a la mesa donde están las pintas y se bebe una de un trago. Yo encontraba esta actividad altamente entretenida y no me perdía la ocasión si podía evitarlo. De verdad que es una de las mejores noches y lo recomiendo encarecidamente. Las veces que más me divertía era en las que me quedaba sentado dentro del pub, junto al radiador, disfrutando mi cerveza, imbuido en mi jersey mientras cuatro gilipollas se dejaban los dientes contra la mesa, vestidos con una sábana a tres grados bajo cero.

lunes, febrero 07, 2005

IX. Los Comedores y la Dieta

Como ya he indicado anteriormente, Hampton estaba equipada con una cocina completamente funcional, y la explicación es bien sencilla y completamente lógica, o eso a mí me parecía.

A lo largo del campus había varios comedores y restaurantes cada uno con su particular estilo, pero todos igual de funestos, que supuestamente abastecían todos los gustos y demandas que una población tan diversa como la de Warwick podía demandar del sector hostelero de la universidad. Antes de empezar a detallar como funcionaba el servicio de catering de la universidad, hay que explicar ciertas peculiaridades de Hampton. Hampton formaba parte del campus de Westwood, que estaba algo más alejado del campus central donde se encontraban las clases y la biblioteca que el resto de las residencias. Por tanto, para compensar por el esfuerzo de tener que andar diecisiete minutos a clase todos los días, la universidad había ideado un plan por el cual, el alquiler en Westwood era más caro, pero esa diferencia iba directamente a una tarjeta con la que se podía pagar en el comedor que había en esta parte del campus, con un descuento adicional del 10% sobre el precio marcado. Este sistema a mí me parecía bastante cómodo y fue uno de los motivos por los que me decidí a solicitar habitación en Westwood. Craso error. Lo cierto es que el comedor de Westwood era tan malo como el resto del campus, con la excepción hecha de que como ya estaba pagado, estaba obligado a comer allí o perdería el dinero que había en mi tarjeta. Las dos primeras impresiones que guardo de mi primer desencuentro con el comedor fue que, inmediatamente después de cenar, Janice salió corriendo y vomitó la cena y yo aprendí que la valentía hay que dejarla en la puerta cuando se trata de comer. Recién llegado, con mis intenciones de convertirme en un renacentista del siglo XXI, un ciudadano del mundo, decidí probar el menú de la sección “platos típicos” del comedor. Y, por ser el primer día, el plato típico era el plato más castizo que uno se pueda imaginar y, lamentablemente, no hablo de los fish and chips. Por los fish and chips me hubiese cortado un dedo gordo del pie. Se trataba del kidney pie, pastel de riñones. Por el hecho de que fuesen riñones yo no tenía ningún problema, porque del cedo me gustan hasta los andares, pero fue pinchar el hojaldre del pastel infecto aquél y un hedor pestilente a orina inundó la mesa. Casi me quedo sin amigos el primer día. Abochornado por mi elección, me levanté, vacié el contenido de mi plato en una cubo de basura destinado a tal efecto y me contenté en cenar un sándwich de jamón y queso. Creo que fue ahí cuando se acentuó mi obsesión por los espagueti boloñesa.

Lo cual me trae de lleno a otra de mis largas diatribas sobre los fenómenos que acontecían a mi alrededor, captados por mi natural suspicacia y dotes de observación: la gastronomía inglesa. De la gastronomía inglesa lo único que puedo decir es que es imposible huir de ella. Personalmente, lo que más me impresionó fue el alto conocimiento en aceites que demostraban mis compañeros. Hay que decir que el pueblo sajón, al no haberse visto en contacto con la decadente Grecia de Alejandro o no haber estado tan inmersa en la deleznable civilización romana, ha sabido mantener casi intacta su tradición de cocinar con sebos y grasas huyendo del aceite de oliva. Una rápida visita al supermercado revela una extensa gama sebos, grasas, aceites de coco, girasol, soja o “para cocinar” que sepa usted de que animal o vegetal vendrá eso.
El desayuno es, sin lugar a dudas, la comida por excelencia del país. Su máxima expresión es el Desayuno Inglés Completo. El Desayuno Inglés Completo consta de: salchichas a la parrilla (preferentemente fritas en sebo para mayor efecto), un par de lonchas de beicon (frito en sebo, cómo no), un huevo frito (¿adivine en qué?), tostadas, una tostada frita (en la vida me he sentido más enfermo después de desayunar) alubias en tomate: las famosas baked beans, y champiñones rehogados. Ni que decir tiene que este tipo de desayuno es muy popular entre esos sectores de la economía que requieren la combustión de 10.000 calorías diarias o el sobrevivir a un bloque sólido de clases de 10 de la mañana a cinco de la tarde. Sin embargo y, sin lugar a dudas, la máxima expresión de la cocina inglesa es el breakfast porridge. El problema es que en estos días de globalización, las costumbres autóctonas se pierden, y cada vez queda menos gente que desayune estas deliciosas gachas de avena. Es de común acepción que el Imperio Británico se fundamentó en el espíritu aventurero de personajes como Henry Morgan, Robert Burns o Warren Hastings. En realidad yo creo que huían del porridge, y que seis meses en un barco apestoso sufriendo escorbuto y malaria era una experiencia más saludable que desayunar porridge todos los días. Algunos dirán que exagero.
El plato típico es, por excelencia, el pescado con patatas, fish and chips para los bilingües. Bacalao, preferentemente, frito en sebo con patatas a punto de deshacerse todo ello envuelto en papel de envolver con forma de cucurucho. Cuanto más grasiento, mejor. La máxima expresión de este plato se considera cuando el pastiche de pescado y patatas viene envuelto en papel de periódico atrasado, previamente leído y manoseado por el cocinero. Las manchas de té del desayuno y miguitas de tostada en el periódico son opcionales. Y lo cierto, valga la redundancia, es que es verdad. Una noche nos acercamos a una tienda de Fish and Chips que había en el pueblo al lado del campus. Aún me acuerdo del nombre del antro aquél donde compramos el pescado con patatas: Torrington Bar. Y si no hubiese sido porque vi como delante de mi el gordo del bigote freía el pescado y las patatas delante de mi antes de meterlas en el cucurucho, juraría que que la pasta grasienta que me comí más tarde me recordaba más a un mal puré de patatas con tropezones que a un fish and chips. Casi podía oír el chirriar de mis arterias al atascarse de grasa a medida que nos comíamos el pescado con patatas de vuelta a la residencia. “Aún tengo dieciocho años” – no cesaba de repetirme a cada cucharada – “Aún no puede causarme daños permanentes”.
Los maricones, directamente traducido, son unas salchichas de una carne sumamente suave al paladar enroscadas sobre sí mismas con forma de deposición canina. Otros platos- típicos son el Sheppard´s Pie (pastel del pastor) que no es más que carne picada con una capa de puré de patatas por encima; el Steak and Ale Pie, un hojaldre de ternera y cerveza; los Scotch Eggs, huevos duros rebozados; el Cornish Pasty, un hojaldre relleno de verduras y carne parecido a una empanadilla gorda; o mi postre favorito: Spotted Dick o, traducido literalmente, la polla con granos o para los educados que se lleven las manos a la cabeza, el pene con quistes sebáceos.

El domingo es el día del Señor en Inglaterra, y por ello, es el día que mejor se come. Cada pub, restaurante o antro que se precie anunciará a bombo y platillo en su menú el Sunday Roast, o asado del domingo. El asado del domingo consiste en un solo plato de ternera o cerdo con algo de relleno, zanahorias, judías, coliflor, un vasito de hojaldre donde se echa la salsa y patatas. De postre, Trickle and Custard Pudding, bizcocho borracho con natillas. El reto consiste en hacer un desayuno inglés completo por la mañana, Sunday Roast por la tarde y no morir de indigestión por la noche.

Para los amantes de la comida picante, Inglaterra es el lugar ideal. El curry es la tercera industria del país, moviendo más dinero al año que el carbón o el acero. Los restaurantes indios son los lugares por excelencia para emborracharse, dado que el alto nivel de especias contenido en esos platos es la excusa perfecta para beberse un par de pares de litros de cerveza. En varias encuestas a nivel nacional, el pollo Tikka Massala fue votado como el plato favorito de la nación. En realidad, la cocina inglesa es tan pobre que cada pueblo o aldea, por pequeño que sea, tiene un restaurante chino, un restaurante indio y un fish and chips. Hay veces que el pueblo es tan pequeño que se da el caso que estos tres establecimientos se combinan en uno solo. El chino local o el indio local se han convertido en un elemento permanente de la cultura y sociedad británicas.

No es de extrañar pues, que todo el país esté poblado de todos y sin faltar ninguno de los establecimientos de comida rápida y comida basura que quepa imaginar, cualquiera de las multinacionales como McDonalds, Burguer King, TGI Fridays, Pizza Hut, Subway, Pret a Manger, Kentucky Fried Chicken y no sigo porque me canso se pueden hallar en cualquier ciudad de mediano tamaño.
Es más, es tal el extremo en que este tipo de restaurantes está imbuido en la mentalidad británica que, dada la amplia oferta de restaurantes, el único en el que la cola se sale hasta la calle es Pizza Hut. ¿De verdad merece la pena hacer cola durante media hora un sábado a mediodía para comer en Pizza Hut?.
Sin embargo, y seguro que no me equivoco, lo que en realidad triunfa en Inglaterra son los sandwiches prefabricados que se venden cortados en triángulos envueltos en un paquete de plástico. Combinaciones de ingredientes que ni el más retorcido de los científicos locos que han intentado apoderarse del mundo hubiera podido imaginar se pueden encontrar en cualquier supermercado, gasolinera o tienda de periódicos.

Toda esta larga explicación en cuanto a los hábitos culinarios británicos tiene un importante por qué. Una de las realidades de la universidad es que, generalmente, los comedores no son exactamente restaurantes de tres tenedores. De hecho, a veces los tenedores son de plástico. El gran problema para el estudiante reside, por tanto en la voluntad de los comedores en replicar a bajo coste y a grande escala la oferta gastronómica del mundo real, con el resultado de que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Y cuando la realidad exterior a la universidad es de por sí pobre, el resultado es que más de una vez me fui de los comedores porque no había absolutamente nada que me apeteciese en lo más mínimo. Pongamos varios ejemplos, empezando por los días temáticos. Cuando resulta que el día temático era “Cocina Turca”, a veces me sentía especialmente valiente y me atrevía a probar lo que se ofreciese, pero cuando le tocó el turno al día de la “Cocina de Singapur”, y nueva y repentinamente estaba sufriendo un ataque de valentía gastronómica, vi a dos chicos de aspecto asiático señalando con el dedo y riéndose. Media vuelta. “Sunday Roast”, el problema es que el “Sunday Roast” tocaba los martes, pero bueno, haciendo un esfuerzo mental, uno se podía imaginar que era domingo, pero lo que no me podía imaginar por mucho que me esforzase era que aquella carne fuera de cerdo. Tenía más nervios que la carne de tercera. Lo que ya era imposible imaginar era que las zanahorias del asado fueran zanahorias para consumo humano. Más bien parecían zanahorias forrajeras para caballos que, aún supuestamente hervidas, aún estaban tiesas como la mojama, sin saber a mojama. Sin saber a nada, en realidad.
Digamos que el comedor equivaldría a un restaurante más o menos elegante del mundo real. Luego estaba Air Fare. Air Fare era un hueco que quedaba en un muro y que luego aprovecharon para montar un chiringuito que hacía pizzas y hamburguesas, digamos un a mitad de caballo entre Pizza Hut y MacDonalds. El problema es que estamos hablando de 1998-2000 en plena crisis de las vacas locas. Luego estaba VIVA. VIVA era, supuestamente, un sitio de comida algo más saludable, de ahí el nombre hispánico, que le daba un carácter mediterráneo realmente auténtico. En realidad, VIVA eran cuatro mesas con sillas de metal y una gran nevera repleta de sándwiches cortados en triángulos envueltos en paquetes de plástico. Al final daba igual que sabores pidieses, todos sabían a plástico, así que yo iba siempre a por el más barato. La ventaja de este sitio es que uno de esos sándwiches alimentaba para tres días, porque repetían durante tres días, vamos, que me comía uno el martes, eructaba el viernes y aún me sabía a plástico.
Mi comedor favorito era un grill en el sótano del sindicato de estudiantes que por 2,35 libras te daba derecho a una lata de bebida carbónica, un plato de plástico, un tenedor y un cuchillo de plástico, una servilleta de papel satinado que más que limpiar difuminaba las manchas a lo largo de la barbilla y una masa de carne de origen animal indeterminado acompañada de un revuelto de champiñones, baked beans y una serie de cosas fritas que me daba igual qué es lo que eran porque a o único que sabían era a frito. En atención a mi sistema circulatorio, sin embargo, restringía mis visitas a este lugar a una vez por semana, y aún así ya estaba empujando mi organismo hasta el límite.
El mejor restaurante se llamaba EAT y estaba incluido en un complejo dentro del campus llamado Arts Centre, del que ya diré algo más adelante. La comida en EAT era aceptable para cualquier paladar, la comida estaba preparada como dictan los cánones, las ensaladas a tu gusto con aceite de oliva y vinos decentes de acompañamiento. El gran inconveniente era que, por las mismas razones, el sitio estaba repleto de profesores y resultaba un anticlímax cuando uno quería invitar a la cita de turno a una comida medianamente decente y había que pasarse el rato poniendo cara de gilipollas, sonriendo al saludar a los profesores.
La comida y la dieta son parte integral de la vida de estudiante, sin embargo, en muchas situaciones, pasa de ser un motivo de placer a un motivo de supervivencia incluso con cierto grado de riesgo. Pero si la comida es parte fundamental de la vida de estudiante, la bebida no lo es menos. Lo es más.
La cerveza es la bebida nacional por excelencia en todas sus variedades: ales, negras, tostadas, de trigo o rubias. Los ingleses son devotos de la cerveza, consumiéndola en cantidades ingentes, día y noche, no importa la hora del día, sólo los horarios de apertura y cierre de los bares. Los hombres la consumen en vasos de pinta (medio litro aproximadamente), y las mujeres también.
El vino esta empezando a hacer su aparición en Inglaterra, sin embargo, todavía no controlan mucho el tema, consumiéndolo en las mismas cantidades que la cerveza, perdiendo el vino este toque de disntinción que guarda sobre la cerveza. Casi se diría que el vino es simplemente otra bebida alcohólica con la que emborracharse. De hecho, en el 100% de los pubs y bares, el vino se vende por botellas, o si se vende por copa, se incita a comprar la botella entera.
Los licores son caros y por ley sólo sirven 125 ml. a la vez; y aunque existen los dobles y los triples, sin lugar a dudas, ofrecen la peor relación cantidad-precio, por tanto, yo me pido otra cerveza.

El té es la bebida nacional en sus diversas variantes: de desayuno, de noche, Earl Grey, descafeinado, al limón, melocotón, helado o en combinaciones de los anteriores. El té es consumido en cantidades ingentes, incluso durante el verano bajo la teoría de que en un día caluroso un té bien calentito ayuda a refrescar el cuerpo por dentro, cuando en realidad a mí lo que me va es refrescarme el cuerpo por fuera.
Recuerdo que la kettle (artefacto de cocina para hervir agua rápidamente) no llegaba a enfriarse. Las clases más elegantes sirven el té en tetera, y la convención es que una tetera no es tetera hasta que es posible hacer té simplemente echando agua. La versión estudiante de esta práctica fue protagonizada por un chico llamado John. Cada uno teníamos más o menos, un plato, un cubierto y una taza. La taza de John tenía tantos posos que se podía leer el futuro de media universidad. Un día, las chicas, con el fin, supongo, de congraciarse con el muchacho, pensaron que le harían un favor lavándole la taza, que resulta que por dentro era blanca. El enfando de John fue monumental. “Las cosas de los demás no se tocan, a quién le he pedido yo que me lave la taza, ¿acaso te lavo yo tus tazas?”, etcétera etcétera.
En el otro lado del ring tenemos el café. El café, simplemente, es malo. Espresso, Doble Espresso, Moka, Latte, Machiato, Capuccino, Frappé, Frapuccino, de filtro, todos, sin excepción, son malos. Y aún así a lo largo de Inglaterra, cadenas de cafeterías han conseguido proliferar: Costa, Starbucks, Pret a Manger, Coffee Republica, Café Nero, que van de malas a aceptables. Lo curioso es que toda cafetería que se precie tiene una máquina de moler granos de café, en la que se ven los granos de entrar por arriba y el café salir por abajo. En mi opinión, el problema reside en que el concepto de café es más parecido al de un batido sabor a café que al de un café en sí mismo. El concepto de café con leche es más parecido al de leche con café que a otra cosa. Un Latte (café con leche) se trata de un chupito de café y un vaso de leche, y como encima luego viene por tamaños, es más fácil añadir más leche que añadir más café. Mi otro gran problema es que en ciertas cafeterías, literalmente, había un manual de instrucciones para pedir un café, lo cual nunca he llegado a asimilar. Uno no pide un café con leche. Al pedir un café con leche hay que especificar, y por este orden: cantidad de chupitos de café, tamaño, tipo de leche, temperatura del agua, tipo de café. Los cafés vienen presentados en distintos envases cada uno con sus características peculiares y distinguibles. En primer lugar encontramos el vasito de plástico, imposible de sostener con la mano sin sufrir quemaduras de tercer grado. En vasos de corcho blanco, eliminando el riesgo de quemadura en la mano, con la peculiaridad de que el corcho blanco guarda mucho el calor por dentro, generando una alta probabilidad de escaldarse el esófago. En taza, con el inconveniente de que muchas veces se puede ver el fondo de la taza de clarito que es el café. Y finalmente, en jarrita o taza de barro, probablemente la mejor de las soluciones, pero nunca, nunca, viene el café servido en vaso de cristal o en tacita.
Lo cual me trae a mi última cuestión acerca del té y el café. ¿Por qué el té es la bebida nacional cuando en el resto de Europa es el consumo de café el que está mas extendido?. La solución la halle en el libro de Niall Ferguson “Empire, How Britain Made the Modern World”. Los ingleses tienen fama de ser un poco usureros con su dinero y una vez más, la única razón por la que el consumo de té se extendió a lo largo del Imperio fue debido a que los impuestos grabados en el té eran menos que los grabados en el café. De hecho, el 94% del café importando del Nuevo Mundo era re-exportado al resto de Europa. Fue tal la aceptación del té que alrededor de 1658, Thomas Garraway publicaba un artículo en el que describía las propiedades beneficiosas del té, según Garraway, el té podía curar “dolores de cabeza, cálculos… escorbuto, soñolencia, pérdida de memoria, sueños pesados, y cólicos”. Más recientemente, ya en el siglo XXI, una encuesta en Gran Bretaña encontró que un cierto porcentaje de la población adolescente reconocía las propiedades anticonceptivas del té tras haber practicado el sexo.

miércoles, febrero 02, 2005

VIII. Vida Social en Hampton

En mi inocencia y desconocimiento, cuando llegué a la universidad, llevaba en la cabeza la idea de que los siguientes años de mi vida serían años dedicados al conocimiento y aprendizaje, a una vida monacal y asceta, en la que andar por los pasillos de la residencia resultaría una experiencia cuasi-epifánica. Llegar por la noche después de un día completo de estudio en la biblioteca, clases y más clases, y llegar a Hampton, esperando ver los pasillos oscuros, con las puertas de las habitaciones entornadas, un breve destello de luz asomando por debajo, indicando que su ocupante se hallaba absorto en las lecturas de Kant, o intentando demostrar el teorema de Lagrange o escribiendo un complicado ensayo acerca de los juegos de azar en el imperio romano. De alguna extraña y macabra manera, esta visión, esta idea de lo que sería la universidad me atraía y ofrecía cierto encanto. La realidad era bien distinta.

Para empezar, parece ser que había una competición a ver quién ponía la música más alta. Las puertas de las habitaciones estaban siempre abiertas y a la más mínima ocasión, sin preocuparse de encontrar una excusa mínimamente creíble, los compañeros entraban en la habitación para compartir una taza de café o simplemente hablar acerca de lo primero que les pasase por la cabeza. Uno de los temas de conversación preferidos eran los pósters que adornaban las paredes del dormitorio de cada uno. Las estudiantes de sociología y psicología, especialmente, derivaban un cierto placer oculto en psicoanalizar a cada persona basándose en los pósters. En mi caso la verdad que resultaba algo complicado. Los “Monjes Subiendo y Bajando Escaleras” Escher, “El Grito” de Münch, una rana verde de ojos naranja y un póster de un fantasma cadavérico colgaban consiguieron que a nadie le agradase particularmente sentarse en mi cuarto a hablar. Lo cual no me causó ningún trauma.
Había una especie de regla no escrita en la que, por necesidad, uno tenía que ser simpático y llevarse bien con todo el mundo, lo cual es una de las grandes falacias de nuestra sociedad. Resulta que si un día lo que me apetecía era quedarme en mi dormitorio leyendo o estudiando por la noche, me tachaban de antisocial e inadaptado, cuando en realidad toda esa falsa amabilidad lo único que generaba era tensión y una supuesta dependencia de los compañeros en la que casi estaba prohibido relacionarse con gente del exterior. Todo esto, en realidad, venía generado por ciertas estudiantes de sociología, feministas vegetarianas y de izquierdas que además se las daban de top model, pues, según me enteré, habían hecho un pacto entre ellas para no salir con ningún chico de la residencia para que no enfriase las relaciones entre ellas. Todo esto no contribuía sino a una pérdida de intimidad que a mí personalmente me resultaba especialmente fastidiosa. Recuerdo una noche que había conseguido persuadir a una chica de clase en quedar para ir a cenar y ya veríamos qué después. La chica en cuestión se llamaba Cristina, era alemana, rubia con ojos azules, grandes carrillos y un más grande aún acento que me resultaba bastante excitante intelectualmente. La verdad es que después de meses rodeado de sociólogas vegetarianas, encontrar una chica con la que discutir las novelas de Hesse casi me pareció un orgasmo intelectual. Así que allí estaba yo, mi ego por las nubes después de no ser rechazado por Cristina, vistiéndome con mis mejores galas, unos pantalones azules y una camisa amarilla que se me antojaba me quedaba muy bien. Y mientras me afeitaba y me ponía colonia allí tenía a las feministas de turno intentando sonsacarme todos los detalles y resultando bastante molestas en general. Aquella cita me confirmó mi total incompetencia en mis tratos con el sexo opuesto. Después de la cena (durante la cual conseguí mantener una conversación todo el tiempo), Cristina accedió a dar un paseo conmigo a la luz de la luna alrededor del lago que había en el campus. Yo pensaba que la cosa iba bien, porque en mi cabeza esto era verde y con asas. Y allí tumbados en el césped bajo las estrellas, hablando se nos fue el tiempo sin que pasase nada de nada. “Bueno”, pensé yo, “a lo mejor la convenzo de que se venga conmigo a mi cuarto”. Y efectivamente, accedió y nos volvimos a mi cuarto en la residencia. Gracias a Dios las feministas habían salido aquella noche y el único que quedaba por allí era Pietro. Después de un té de hierbas bastante exótico en la cocina con Pietro y varios minutos de conversación, Cristina y yo nos fuimos a mi cuarto. Y allí sentados en la cama, contándole historias de mi Granada natal, nuevamente se nos fue pasando el tiempo hasta que se nos hizo tarde. Yo me preguntaba “¿cuánta gente sale con una chica, la lleva a cenar, dan un paseo por el lago, vuelven al cuarto de uno de ellos y consiguen no practicar el sexo?”. Debo pertenecer a esa minoría de uno.
Después de tan desolador desenlace, seguí hablando con Cristina, pero perdí la esperanza en el sexo opuesto y me concentré en el estudio, que aún requiriendo la misma concentración y esfuerzo con alta probabilidad de obtener los mismo nulos resultados, al menos me ahorraba saliva y el ser simpático.

El otro punto fuerte de la vida en comunidad en la residencia era la televisión. Resulta que en Inglaterra hay un impuesto muy curioso que consiste en pagar del orden de 110 libras por el simple hecho de tener una televisión, y como la economía de muchos no estaba para esos excesos, se acordó alquilar una televisión y un vídeo entre todos, ignorantes de los complicado que es poner de acuerdo a 75 personas en torno a una sola televisión. Para mi asombro, resultó mucho más fácil de lo que me esperaba. Había dos programas en particular que eran infalibles: Los Simpsons y Neighbours.
Si no has visto nunca en tu vida un episodio de Los Simpsons o no has oído hablar de ellos, es que acabas de aterrizar de otro planeta. Cada día, a las seis de la tarde, se juntaban en el reducido salón (o, en su denominación más apropiada, el cuarto comunitario) unas cincuenta personas para ver Los Simpsons. Era curioso ver como todo el mundo organizaba su horario de cena en torno a Los Simpsons.
Neighbours era harina de otro costal. Neighbours es un culebrón australiano que lleva en emisión más de doce años y del que no debe quedar nadie del casting original. Artistas como Jason Dovonan y Kylie Minogue se hicieron famosos en Neighbours. Neighbours se emitía a las doce y media y luego se repetía las cinco de la tarde dándole la oportunidad de verlo a aquellos que se lo habían perdido por la mañana. Más de uno lo veía las dos veces. El atractivo de Neighbours, deduje, era que al estar ambientado en Australia, donde el tiempo es siempre cálido, abundaba en escenas de chicas guapas en bikini y tíos cachas y guapetes sin camiseta. Porque desde luego, no sería por su guión (i)rrealista por lo que la gente lo encontraba interesante. Mi teoría respecto a Neighbours era que si me había perdido los primeros once años de la serie, no tenía ningún sentido intentar ponerme al día.
La mayor fuente de conflicto la causaban las Nintendo64. Por mucho que me entusiasmasen los videojuegos y por lo mucho que disfrutase en derrotar al 99% de los compañeros al Super Mario Kart, entendía que desde una perspectiva de igualdad social y distribución del bien común, el hecho seguía siendo que a la Nintendo64 sólo podían jugar cuatro a la vez, mientras que Los Simpsons lo podía ver cincuenta al mismo tiempo, de modo se acordó que el orden de prioridades sería televisión, vídeo, Nintendo64. Lo cual, a pesar de estar respaldado de completa lógica, daba lugar a abusos del sistema por individuos fascistas que abusaban de su posición de privilegio al imponer su criterio. Un ejemplo, allí estábamos cuatro a las tres de la tarde, sin nadie alrededor, perdiendo el tiempo con los videojuegos en vez de estar estudiando, gritando palabrotas e insultos como carreteros contra los otros cuando en esto entra una chica en el salón diciendo que le apetece ver la tele. “¿Pero ver el qué?” le preguntamos. “Me da igual, lo que haya, que algo habrá”. A eso me refiero.
Otro de los atractivos de tener un vídeo es que se podían montar noches o fines de semana temáticos si se anunciaban con suficiente antelación. Así, cuando nos hicimos con una copia pirata de “La Guerra de las Galaxias: La Amenaza Fantasma”, nos tragamos sin parar para tomar aire la trilogía de La Guerra de las Galaxias antes de disfrutar de nuestro tesoro ilícitamente obtenido.
Otro fin de semana temático muy popular entre las chicas especialmente era el de tragarse todos los episodios de Friends empezando un viernes a las cuatro de la tarde y acabando un domingo a la una de la mañana.
El último fin de semana temático de mayor aceptación fue el de los Monty Python. La Vida de Bryan, El Sentido de la Vida, Los Caballeros de la Mesa Cuadrada, The Monty Python Flying Circus, la verdad es que después de ver todo eso me parecía como si mi edad mental retrocediese algo más de un par de años.

martes, febrero 01, 2005

VII. Raros

Acabada mi educación y echando la vista atrás, me doy cuenta de un curioso fenómeno que me pasaba desapercibido en su momento. En cada clase en la que me encontraba, en cada residencia en la que viví, siempre, entre los compañeros, infaltable, había un raro, eso que la gente llama “un tío raro”.
En mi primer año había un par, pero Michael se llevaba la palma. En esencia, Michael era “un tío raro”. Era pelirrojo, con el pelo lacio, ojos pequeños, gafas de cristales gordos y tez cetrina. Siempre andaba encorvado, con las manos escondidas dentro de las mangas y mirando al suelo por si se encontraba algún billete, supongo. Michael nunca hablaba con nadie y se pasaba los días encerrado en su cuarto jugando con el ordenador. Nadie sabía nada acerca de Michael hasta que pasados cuatro o cinco meses descubrimos cuál era su único interés: las películas de terror. Y eso sólo aumentó las reticencias que las chicas le tenían al chaval. En fin, que le vamos a hacer, en un intento de atraer a Michael hacia el sentimiento de sentirse parte de un grupo social, se me ocurrió invitarle a venir conmigo al cine para estudiantes de la universidad cada vez que iba a ver una película de terror. Lo admito, nunca, nunca, de todas las veces que fui con Michael a la sesión de media noche a ver películas de terror fui solo con el y, aún así, no me sentía del todo cómodo. En el espacio de un par de meses creo vimos Psicosis, La Noche de los Muertos Vivientes, Halloween, El Exorcista y algún que otro clásico por el estilo. El paseo de vuelta a la residencia por camino que transcurría entre los campos de fútbol, el cuarto de calderas que abastecía a toda la universidad y los párkings se me hacía interminable en las noches de niebla. Al final me di por vencido con Michael y acepté que se trataba de un “tío muy raro”. En todos nuestros paseos tan sólo conseguí arrancar de sus labios un chiste, que encima era malo.

El segundo “tío raro” hizo aparición estelar en el tercer año y según creo recordar, también se llamaba Michael y también era pelirrojo. Intrínsecamente, no había nada raro con Michael II. Era su risa. Cuando el pobre hombre se reía, nos echábamos a temblar y encogíamos el estómago. Siempre, siempre le acababa saliendo un gruñido de cerdo. Pero eso no era lo peor, podría haber vivido con eso. El problema residía en que, irremisiblemente, al gruñido porcino le seguían unos estertores y, de vez en cuando un escupitajo. Se ve que al buen hombre al soltar el gruñido le bajaban los mocos a la garganta y el mamoncete no tenía la dignidad de comérselos como hace todo el mundo. En resumen, una asquerosidad. Lo cual era un anticlímax, porque nadie se atrevía a contar chistes o soltar alguna gilipollez en su presencia. Nuevamente, se decidió formar un comité para hacerle a entender al chaval que reírse está muy bien y hasta es sano, pero en su caso no le iba a hacer ningún bien en sus relaciones sociales. El problema es que no nos dio oportunidad o, al menos, no me dio oportunidad. Allí estaba yo en la cocina, sin meterme con nadie, aplicado a mis espagueti boloñesa cuando alguien soltó alguna coña marinera en presencia de Michael II. Ni que decir tiene, que cuando uno tiene la boca llena de espagueti boloñesa, lo último que le hace falta es algún gracioso contándole chistes a Michael II. La escena que siguió delante de mi fue la anteriormente descrita con escupitajo incluido en el fregadero. Yo ya no pude más. Me levanté con el tomate cayéndome por la comisura de los labios y empecé a pegarle voces al pobre desgraciado aquél:

“For fac seic, wul llu stop duin dat?” (¿Te importaría no hacer eso, por favor?).
“Duin güot?” (¿el qué?).
“Don gifmi dat shit, yu faquin asjol, yu nou güot ai min” (No te hagas el despistado, ya sabes a
lo que me refiero).
“I don nou güot yu min” (No sé que a te refieres).

No se daba por el aludido el hideputilla. Me di por vencido, me limpié con la mano los restillos de carne picada que se me habían escapado mientras educadamente le pedía a Michael II que dejase de ser un guarro, recogí mis cosas y me fui. Desde aquel día no entraba en la cocina si Michael II rondaba por allí.

Y esta es la triste historia de estos “tíos raros”. En primero de carrera todo es fácil y sencillo, la universidad te garantiza una habitación en el campus y uno goza de más compañía de la que quisiera en la residencia. Pero en segundo, uno tiene que buscarse las habichuelas por su cuenta. Empieza el complicado juego de encontrar dos o tres personas con las que compartir casa, y una cosa muy distinta es ser amigo de alguien y otra muy distinta es vivir con ese alguien. Triste y desgraciadamente, ¿quién quiere vivir con los tíos raros?. Yo no culpo a nadie. ¿quién tiene ganas de vivir con un psicópata en potencia aficionado a las películas de terror o un humanoporcino? Pues yo no. Hay que decir de tripas corazón cuando los “tíos raros” se te acercan preguntándote si te gustaría vivir con ellos, y cuando lo que te pide el cuerpo es decirle: “Pues mira no, no me apetece vivir con un liendroso casposo” o “Pues mira no, no me apetece vivir con un tío que cuando le veo reírse me entran ganas de dejar de cenar”, uno tiene que hacer de tripas corazón y mentir como si la vida le fuera en ello (o cuando menos las sábanas o los espagueti boloñesa) y decir: “No, lo siento, ya me he comprometido con otra gente y la casa esta llena”.
La verdad es que casi resulta cruel el decirle a esta gente que no quieres vivir con ellos, pero hoy en día y dado como funciona el mundo, hay que hacer un esfuerzo para oler bien y cuidar la higiene personal hasta alcanzar el mínimo social aceptable, y aquí nadie me va a quitar la razón.