XIII.- Fin de Trimestre
En fin, ya sé que he estado ausente desde el mes de Abril. Entre temas de trabajo y exámenes he tenido esto un poco abandando, pero vuelvo a la carga, aquí está la siguiente entrega...
Y así, entre citas fallidas, escarmientos amorosos, discotecas del semáforo y cantidades ingentes de cerveza ingeridas, el primer trimestre tocó a su fin. Por norma, cada final de trimestre había que vaciar el cuarto por completo. Warwick se mostraba muy orgullosa de ser una de las universidades más autofinanciadas de Inglaterra, dependiendo tan solo de las subvenciones del gobierno para cubrir el 30% de su presupuesto. Una de las fuentes de ingresos era la organización de cursos y seminarios durante las vacaciones, para lo que alquilaba sus instalaciones, siendo parte de ellas las habitaciones. A tal efecto, se nos permitía guardar todo en los altillos del armario bajo candado, asumiendo que la universidad no se hacía en ninguna medida responsable de daño o pérdida. En cada piso de la residencia había también un trastero donde se podían guardar las maletas de ropa (nadie lo hacía), las cajas de libros (todos lo hacían) o el resto de enseres básicos de la vida de estudiante. Con puntualidad inglesa, todos los trimestres acababan en viernes, de modo que el sábado antes de las once había que haber abandonado y desalojado la habitación. Con dos agravantes de por medio. Uno, que generalmente el trimestre acababa con más posesiones que cuando empezó, y segundo, que el sindicato organizaba la fiesta fin de trimestre a la que, esta vez, nadie tenía excusa para no ir. De modo que la historia más o menos era ésta. Las clases acaban a la una. Nada más terminar, uno iba a comer, después al sindicato a vaciar varias pintas. Cuando se empezaban a notar los efectos del alcohol, uno se iba a su respectiva residencia, cenaba, se duchaba, se arreglaba y se iba a hacer la cola de la fiesta a eso de las siete. Por supuesto, entre la cena, la ducha, la planchada de camisa y el camino a la cola, el consumo de cerveza no cesaba. Dos o tres pintas después de comer, tres entre la cena y la hora de salida y una para el camino más o menos se acercaban a los tres litros de cerveza antes de empezar la juerga propiamente dicha. A la vuelta de la fiesta, a eso de las dos de la mañana, después de acabar los últimos restos de comida que quedasen por los armarios o la nevera, había que empezar a empaquetar. Libros, ropa, discos, pósters, equipo de música, cubertería, ordenador, se tardaba mucho más de lo que cabría esperar.
Después de desayunar algo, la residencia empezaba a rezumar con padres y madres que venían a recoger a su progenie. Típicamente, las chicas charlaban con sus madres mientras los padres, con cara de resignación, cargaban con los bártulos y las incontables maletas de ropa. Entonces, poco a poco comenzaba el éxodo, y Hampton se iba vaciando lentamente hasta que, por algún extraño motivo, casi siempre me quedaba de los últimos, ayudando a los demás a bajar maletas, despidiéndome de todos y todas mientras hacía tiempo. Por esos azares de la vida, mi avión no salía desde Luton hasta bien entrada la tarde, y por aquellas peculiaridades de los horarios, después de las dos horas en autobús desde Coventry hasta el aeropuerto, aún me tocaba esperarme cuatro horas a que saliese. Nunca lo perdí.
Generalmente, solía coincidir con otros estudiantes en el autobús, todos tan resacosos como yo, de modo que la conversación nunca era de esas que llaman fluidas. Generalmente se reducía a: “Anoche bien ¿no?”. Asentimiento con la cabeza, caída de párpados y cornada digna de un miura para caer en brazos de Morfeo hasta nuestro destino.
En uno de los fines de trimestre, por algún motivo que, echando la vista atrás, escapa mi comprensión, compré un billete que salía a una hora bastante tempranera. Tenía dos opciones, coger el autobús de las tres de la mañana y mal dormir en el aeropuerto, o salir la noche de antes y quedarme en un hotel próximo al aeropuerto. Siendo el sibarita que soy, opté por la segunda opción.
Error.
Buscando por internet, encontré un bed and breakfast que me pareció muy módico de precio, y si encima ofrecían desayuno, verde y con asas. No tardé en descubrir por qué era tan barato. En primer lugar, decir que el cuarto era pequeño sería un elogio, he visto bañeras más grandes que aquel dormitorio. Lo cierto es que esa no fue la primera impresión. Nada más entrar, uno se fija en los detalles: el estado de la moqueta, si hay televisión, la cama etc. De repente, algo me retenía. Por alguna bifurcación del contínuo espacio-tiempo, no podía avanzar. Alguna fuerza cósmica me empujaba hacia atrás. Cuando eché la vista abajo, me di cuenta de que al haber entrado con la maleta por delante, ya no quedaba espacio para mí. El hueco entre la pared y la cama tenía la anchura justa de la maleta. Intenté seguir avanzando hacia delante, pero topé, no con la Iglesia, sino con una ajada cajonera de pino sobre la cual descansaba una televisión cogida con esparadrapo. Resignado, dejé la maleta en el suelo para concentrarme en la cama. Muy posiblemente, la manta fue con la que se tapó Nelson en la batalla de Trafalgar, o al menos con la que se tapó su segundo de abordo. Al levantarla y examinar las sábanas comencé a albergar terribles sospechas acerca de cuándo fue la ultima vez que estuvieron siquiera cerca de una lavadora. En un lado de la pared, justo encima de la maleta, había un lavabo del tamaño de un plato sopero y justo enfrente de la puerta una ventana que lindaba con una autopista. Por supuesto, no había cuarto de baño.
Resignado y en manos de la hambre viva (¿plagio a Quevedo, yo?) me aventuré por las calles de Luton, buscando algún lugar en el que comer. Después de un brevísimo paseo, no tardé mucho en darme cuenta de que no estaba en el mejor barrio de Luton. Sin ganas de andar sin rumbo ni dirección, entré en una tienda de kebabs, me pedí uno de cordero con extra cebolla y salsa picante, me lo envolvieron en papel y me lo llevé de vuelta a la habitación debajo del brazo. a riesgo de resfriarme, tuve que abrir la ventana que daba a la autopista, el kebab estaba empezando a impregnar la habitación de olor a cebolla y cordero. Una vez terminado tan suculento ágape, me decidí a matar el rato viendo la tele. Era mi primera experiencia volando sólo, y no tenía ningún libro a mano. Esa fue una lección que aprendí bien pronto. En este tipo de viajes resulta fundamental tener un libro de lectura ligera a mano. Un libro que uno sea capaz de leer en el autobús, mientras espera en la puerta de embarque, en el avión o en el tren de camino al aeropuerto. Preferentemente, el libro ha de caber en el bolsillo del abrigo, pesar poco (generalmente ediciones en rústico) y no ser excesivamente largo, de modo que pueda ser leído en el espacio de un par de días. Tras mi dilatada experiencia en este tipo de viajes cortos, reduje el abanico de posibilidades a tres autores, Terry Pratchett para los que les guste la fantasía, Bill Bryson para los adictos a la literatura de viajes y Stephen King. ¿Quién no ha leído un libro de Stephen King?. Lo maravilloso de Stephen King es que es un escritor tan prolífico como dotado, y siempre puedo contar con encontrar algún libro suyo que no he leído en las librerías de los aeropuertos. Pero, ay, como he dicho, esta era mi primera experiencia, no tenía nada para leer y era demasiado pronto para acostarme. Encendí la tele que, como no podía ser de otra manera, se veía regular siendo bondadoso. Era viernes, y lo único que me atreví a ver era una película de Pamela Anderson, quizá la peor que he visto desde “El Último Gran Héroe” de Schwarzenegger. Confieso que la única razón por la que la ví era por si, por aquello de exigencias del guión, Pamela Anderson enseñaba las tetas, pero no fue así, para mi mayor decepción. Resignado, aburrido, me lavé los dientes en el lavabo, sin atreverme a aventurarme en los servicios del hotel, hice pis en el lavabo y me dispuse a meterme en la cama.
Si de las mantas albergaba dudas de si habían sido lavadas recientemente, de las sábanas tenía la certeza de que no habían pasado por la lavandería. Yo no es que sea excesivamente escrupuloso. He cagado en mitad del campo y he cagado en el Banco de Inglaterra, así que me considero una persona flexible y de fácil adaptación a las circunstancias. Sin embargo, aquella noche mi premisa fundamental era minimizar el contacto con las sábanas. Me metí la camiseta del pijama dentro del pantalón y me dejé los calcetines puestos por si se me contagiaba algo. Procurando no mover mucho la cabeza por la almohada, conseguí dormirme con más facilidad de la que me esperaba.
A la mañana siguiente, se me presentó la gran disyuntiva de si ducharme o no. Echándole valor y un par de cojones al asunto, me puse las zapatillas de estar en casa y me adentré en los servicios. Lamentablemente, no tenía chancletas, y, en un acto de locura, me duché con los pies descalzos, rezando porque la ducha hubiese sido limpiada esa mañana y por ser de los primeros en usarla. En el suelo había varios botes de champú y jabón a medio acabar. Sin tener ni idea de si se los había dejado alguien, que era mi primera suposición, o si la gestión del hotel los había dejado allí, usé los que me parecieron eran los más caros y rápidamente volví a mi celda a vestirme.
Con la sensación de no estar limpio, me acerqué al refectorio. Ni que decir tiene, allí no había nadie, nada más que un señor mayor, (el dueño del hotel) y una señora mayor (su mujer) que hacía las veces de cocinera. No es que hubiese mucho para desayunar, un poco de zumo de naranja y cereales. Nada más entrar, se me acercó la señora mayor a preguntarme si quería café o té. El acento la delató en seguida como griega. “Cofi, cen quiu”, le dije (el acento me delató enseguida como español), y me senté en la mesa que tenía más cerca. Al minuto, la señora me trajo un café, bastante malo, y un par de tostadas cortadas en triángulos. Cuando me vio dispuesto a untarme la mantequilla, me preguntó: “¿Te apetece un poco de beicon y un salchicha?”. Nada más que por hacer gasto, le dije que sí. Mientras la señora se atareaba detrás del mostrador donde estaban la hornilla, empezó a hacerme preguntas: ¿De dónde eres?, ¿qué haces?, ¿estudiante, de verdad?. Mi muy estimada hostelera me debió ver mal alimentado, ya que, entre preguntas y respuestas, la salchicha y el beicon se convirtieron en una fuente de beicon con salchichas, tomates asados, baked beans, champiñones y huevos revueltos. Para mi mayor sorpresa, la señora se sentó enfrente de mi en la mesa, dándome conversación mientras me aplicaba con denuedo al millón de calorías que me estaba metiendo entre pecho y espalda. Así, entre salchichas, cafés y tostadas descubrí que la señora había conocido a su marido durante la II Guerra Mundial, cómo se había venido aquí, sus idas y venidas, el paradero de su hijo y la actual situación de la por entonces muy joven Universidad de Luton. Pronto me di cuenta de que era el único cliente del bed and breakfast, y, de no ser por lo cutre que era la habitación, lo recomendaría nada más que por el servicio. Casi con pena, pagué las treinta y cinco libras de la habitación y me subí al taxi que había apalabrado la noche anterior para ir al aeropuerto.
Supongo que el negocio no les debía ir muy bien a tan entrañable pareja, pues cuando llegué al aeropuerto me di cuenta de que se les había olvidado pedirme la llave de la habitación y a mí dársela, y eso era difícil, la llave estaba unida a un tarugo de madera de quince centímetros. Una vez en casa me sentí en la obligación de devolverla por correo con una carta de agradecimiento.
Debo ser de gustos sencillos. Cuando al año siguiente me volví a encontrar en la misma tesitura de tener un vuelo tempranero, alguna bombilla debió de dar un fogonazo en mi cabeza antes de fundirse, pues se me ocurrió que sería una gran idea repetir. Sentía curiosidad por saber algo más de aquella simpática señora de la que nunca sabré su nombre y que se sentó a mi mesa a contarme su vida mientras intentaba bloquearme las arterias con su desayuno.
Para mi mayor desencanto, nada más llegar me di cuenta de que al hotel le habían cambiado el nombre, ahora se llamaba Shamrock y en la recepción, en vez de aquel señor mayor de pelo cano y pocas palabras había un joven delgado con un corte de pelo estilo cherokee que daba la sensación de fumar algo más que Benson & Hedges. Brevemente, me hizo un recorrido por aquel hotel que nunca olvidaré, indicando la existencia de un bar por si, en algún momento de la noche “requería” una cerveza. De aquella segunda noche no guardo ningún recuerdo memorable. Venía preparado con un libro y un par de bocatas. Ni siquiera recuerdo si la habitación fue la misma o no. Lo único que recuerdo de aquella segunda noche fue que de la habitación contigua provenían ciertos jadeos guturales que a mí se me antojaba sólo podían ser una cosa. Ni siquiera me acuerdo de las sábanas ni del desayuno. Lamentable.
La primera ocasión fue algo entrañable. Una habitación pequeña, sin cuarto de baño y con una ropa de cama algo dudosa habían conseguido hacerme querer volver. Aquel hotel había hecho de su cutrez su insignia, me había provocado la necesidad de contarle a mi familia y amigos lo cutre que era, instándoles que lo visitaran, casi como una atracción. La segunda vez fue simplemente desagradable, le faltaba el carisma que aquella pareja de veteranos de la Guerra le otorgaba. Por eso, si a alguien se le ocurre pasar la noche en Luton por el motivo que sea, que no sea en el Shamrock, por muy cerca del aeropuerto que esté.
Volver a casa estaba más o menos bien. Bien porque generalmente llegaba por la noche y mis padres venían hasta Málaga a recogerme, y por norma general siempre había un bocata de jamón con tomate esperándome en el asiento del coche. Porque, como mi padre nunca se cansará de repetir: “Niño, tú come de esto, que en Inglaterra no hay”. Hombre, sí que lo hay, pero no es lo mismo. Y si no era de jamón, era de tortilla de patatas. Ese turno le tocaba a mi madre “Niño, tú come de esto, que en Inglaterra no hay”. Hombre, patatas hay en todas partes, y si no me hacía tortillas de patata en la residencia, no era por falta de huevos.
En ese aspecto, volver a casa estaba bien, el menú pasaba a ser a la carta, “¿Qué hacemos de comida hoy?”, “No sé, lo que diga el niño”. Pues eso, entre las croquetas de jamón de mi abuela, las paellas de mi madre y las tapitas con los amigos, siempre solía coger fuerzas para el trimestre siguiente. Por otra parte, volver a casa resultaba un proceso desnaturalizado. Por lo pronto, no era lo mismo que el haberse ido una temporada para volver. Cada vez que volvía a casa, era con la noción de que dentro de dos semanas me tocaba volver, y una vez acabada la universidad, tampoco tenía muy claro qué es lo que iba a pasar, no me veía volviendo para quedarme a vivir en Granada. Por otro lado, resultaba muy extraño perder el contacto con el 90% de la gente con la que me hablaba. De los antiguos compañeros del trabajo, sólo quedaron seis, aunque a lo mejor eso ya eran muchos. El resto de conocidos, personas con las que había salido incontables fines de semana, había estado en sus casas y estudiado juntos, cuando me los encontraba por la calle, siempre me hacían la misma pregunta: “¿Pero, tú no te habías ido?”. Y dolía. ¿Se supone que me había ido a la guerra y que la gente esperaba que cayese en el frente?. Y de haber compartido noches de borrachera, pasábamos a un saludo incómodo por la calle y el “a ver si quedamos” que nunca vimos. Supongo que algunos lo decían honestamente, supongo que otros por compromiso y yo, creo que nunca lo dije. Ahora, me conformo con las cinco o seis personas que veo un par de noches en Navidad, mismo restaurante, mismo menú, todos los años, y casi lo prefiero así. Seguimos teniendo algo que contarnos, y las noches con los antiguos amigos recuerdan a los viejos tiempos. Ahora, cada uno a hecho su propio camino, cada uno tiene sus nuevos amigos, sus novias y poco a poco los caminos se bifurcan. Quizás mi camino se bifurcase el primero, llevándome a un país lejano, por lo que sigo teniendo la noción de volver a casa, mientras que los demás aún siguen allí. Aún así, resulta gratificante andar la Carrera de la Virgen de las Angustias en Granada con las luces de Navidad, ver la puesta del sol reflejada sobre el río, con la iglesia de mi colegio en el fondo enmarcada por un cielo ocre manchado aquí y allí de nubes entre gris y púrpura. Resulta gratificante subir la Cuesta de los Chinos de noche y sentarse junto a la Puerta del Vino, hablando con los amigos de todo y nada a la vez.
Otra de las preguntas típicas era: “¿Y el inglés que, ya lo dominas no?”. Después de cuatro años viviendo allí, lo normal es que lo domine ¿pero qué iba responder?, al final, siempre lo mismo: “Me defiendo”.
Al cabo de unos diez días, sin embargo, me entraban ganas de volver. A fin de cuentas, cada uno de mis amigos había hecho su propia vida, y hay un máximo número de veces en que se pueden contar las mismas historietas y batallitas sin aburrirse uno mismo. Mi nueva vida estaba en Warwick, se vivía bien en aquella burbuja aislada del mundo, de modo que siempre volvía en cuanto podía.
Y así, entre citas fallidas, escarmientos amorosos, discotecas del semáforo y cantidades ingentes de cerveza ingeridas, el primer trimestre tocó a su fin. Por norma, cada final de trimestre había que vaciar el cuarto por completo. Warwick se mostraba muy orgullosa de ser una de las universidades más autofinanciadas de Inglaterra, dependiendo tan solo de las subvenciones del gobierno para cubrir el 30% de su presupuesto. Una de las fuentes de ingresos era la organización de cursos y seminarios durante las vacaciones, para lo que alquilaba sus instalaciones, siendo parte de ellas las habitaciones. A tal efecto, se nos permitía guardar todo en los altillos del armario bajo candado, asumiendo que la universidad no se hacía en ninguna medida responsable de daño o pérdida. En cada piso de la residencia había también un trastero donde se podían guardar las maletas de ropa (nadie lo hacía), las cajas de libros (todos lo hacían) o el resto de enseres básicos de la vida de estudiante. Con puntualidad inglesa, todos los trimestres acababan en viernes, de modo que el sábado antes de las once había que haber abandonado y desalojado la habitación. Con dos agravantes de por medio. Uno, que generalmente el trimestre acababa con más posesiones que cuando empezó, y segundo, que el sindicato organizaba la fiesta fin de trimestre a la que, esta vez, nadie tenía excusa para no ir. De modo que la historia más o menos era ésta. Las clases acaban a la una. Nada más terminar, uno iba a comer, después al sindicato a vaciar varias pintas. Cuando se empezaban a notar los efectos del alcohol, uno se iba a su respectiva residencia, cenaba, se duchaba, se arreglaba y se iba a hacer la cola de la fiesta a eso de las siete. Por supuesto, entre la cena, la ducha, la planchada de camisa y el camino a la cola, el consumo de cerveza no cesaba. Dos o tres pintas después de comer, tres entre la cena y la hora de salida y una para el camino más o menos se acercaban a los tres litros de cerveza antes de empezar la juerga propiamente dicha. A la vuelta de la fiesta, a eso de las dos de la mañana, después de acabar los últimos restos de comida que quedasen por los armarios o la nevera, había que empezar a empaquetar. Libros, ropa, discos, pósters, equipo de música, cubertería, ordenador, se tardaba mucho más de lo que cabría esperar.
Después de desayunar algo, la residencia empezaba a rezumar con padres y madres que venían a recoger a su progenie. Típicamente, las chicas charlaban con sus madres mientras los padres, con cara de resignación, cargaban con los bártulos y las incontables maletas de ropa. Entonces, poco a poco comenzaba el éxodo, y Hampton se iba vaciando lentamente hasta que, por algún extraño motivo, casi siempre me quedaba de los últimos, ayudando a los demás a bajar maletas, despidiéndome de todos y todas mientras hacía tiempo. Por esos azares de la vida, mi avión no salía desde Luton hasta bien entrada la tarde, y por aquellas peculiaridades de los horarios, después de las dos horas en autobús desde Coventry hasta el aeropuerto, aún me tocaba esperarme cuatro horas a que saliese. Nunca lo perdí.
Generalmente, solía coincidir con otros estudiantes en el autobús, todos tan resacosos como yo, de modo que la conversación nunca era de esas que llaman fluidas. Generalmente se reducía a: “Anoche bien ¿no?”. Asentimiento con la cabeza, caída de párpados y cornada digna de un miura para caer en brazos de Morfeo hasta nuestro destino.
En uno de los fines de trimestre, por algún motivo que, echando la vista atrás, escapa mi comprensión, compré un billete que salía a una hora bastante tempranera. Tenía dos opciones, coger el autobús de las tres de la mañana y mal dormir en el aeropuerto, o salir la noche de antes y quedarme en un hotel próximo al aeropuerto. Siendo el sibarita que soy, opté por la segunda opción.
Error.
Buscando por internet, encontré un bed and breakfast que me pareció muy módico de precio, y si encima ofrecían desayuno, verde y con asas. No tardé en descubrir por qué era tan barato. En primer lugar, decir que el cuarto era pequeño sería un elogio, he visto bañeras más grandes que aquel dormitorio. Lo cierto es que esa no fue la primera impresión. Nada más entrar, uno se fija en los detalles: el estado de la moqueta, si hay televisión, la cama etc. De repente, algo me retenía. Por alguna bifurcación del contínuo espacio-tiempo, no podía avanzar. Alguna fuerza cósmica me empujaba hacia atrás. Cuando eché la vista abajo, me di cuenta de que al haber entrado con la maleta por delante, ya no quedaba espacio para mí. El hueco entre la pared y la cama tenía la anchura justa de la maleta. Intenté seguir avanzando hacia delante, pero topé, no con la Iglesia, sino con una ajada cajonera de pino sobre la cual descansaba una televisión cogida con esparadrapo. Resignado, dejé la maleta en el suelo para concentrarme en la cama. Muy posiblemente, la manta fue con la que se tapó Nelson en la batalla de Trafalgar, o al menos con la que se tapó su segundo de abordo. Al levantarla y examinar las sábanas comencé a albergar terribles sospechas acerca de cuándo fue la ultima vez que estuvieron siquiera cerca de una lavadora. En un lado de la pared, justo encima de la maleta, había un lavabo del tamaño de un plato sopero y justo enfrente de la puerta una ventana que lindaba con una autopista. Por supuesto, no había cuarto de baño.
Resignado y en manos de la hambre viva (¿plagio a Quevedo, yo?) me aventuré por las calles de Luton, buscando algún lugar en el que comer. Después de un brevísimo paseo, no tardé mucho en darme cuenta de que no estaba en el mejor barrio de Luton. Sin ganas de andar sin rumbo ni dirección, entré en una tienda de kebabs, me pedí uno de cordero con extra cebolla y salsa picante, me lo envolvieron en papel y me lo llevé de vuelta a la habitación debajo del brazo. a riesgo de resfriarme, tuve que abrir la ventana que daba a la autopista, el kebab estaba empezando a impregnar la habitación de olor a cebolla y cordero. Una vez terminado tan suculento ágape, me decidí a matar el rato viendo la tele. Era mi primera experiencia volando sólo, y no tenía ningún libro a mano. Esa fue una lección que aprendí bien pronto. En este tipo de viajes resulta fundamental tener un libro de lectura ligera a mano. Un libro que uno sea capaz de leer en el autobús, mientras espera en la puerta de embarque, en el avión o en el tren de camino al aeropuerto. Preferentemente, el libro ha de caber en el bolsillo del abrigo, pesar poco (generalmente ediciones en rústico) y no ser excesivamente largo, de modo que pueda ser leído en el espacio de un par de días. Tras mi dilatada experiencia en este tipo de viajes cortos, reduje el abanico de posibilidades a tres autores, Terry Pratchett para los que les guste la fantasía, Bill Bryson para los adictos a la literatura de viajes y Stephen King. ¿Quién no ha leído un libro de Stephen King?. Lo maravilloso de Stephen King es que es un escritor tan prolífico como dotado, y siempre puedo contar con encontrar algún libro suyo que no he leído en las librerías de los aeropuertos. Pero, ay, como he dicho, esta era mi primera experiencia, no tenía nada para leer y era demasiado pronto para acostarme. Encendí la tele que, como no podía ser de otra manera, se veía regular siendo bondadoso. Era viernes, y lo único que me atreví a ver era una película de Pamela Anderson, quizá la peor que he visto desde “El Último Gran Héroe” de Schwarzenegger. Confieso que la única razón por la que la ví era por si, por aquello de exigencias del guión, Pamela Anderson enseñaba las tetas, pero no fue así, para mi mayor decepción. Resignado, aburrido, me lavé los dientes en el lavabo, sin atreverme a aventurarme en los servicios del hotel, hice pis en el lavabo y me dispuse a meterme en la cama.
Si de las mantas albergaba dudas de si habían sido lavadas recientemente, de las sábanas tenía la certeza de que no habían pasado por la lavandería. Yo no es que sea excesivamente escrupuloso. He cagado en mitad del campo y he cagado en el Banco de Inglaterra, así que me considero una persona flexible y de fácil adaptación a las circunstancias. Sin embargo, aquella noche mi premisa fundamental era minimizar el contacto con las sábanas. Me metí la camiseta del pijama dentro del pantalón y me dejé los calcetines puestos por si se me contagiaba algo. Procurando no mover mucho la cabeza por la almohada, conseguí dormirme con más facilidad de la que me esperaba.
A la mañana siguiente, se me presentó la gran disyuntiva de si ducharme o no. Echándole valor y un par de cojones al asunto, me puse las zapatillas de estar en casa y me adentré en los servicios. Lamentablemente, no tenía chancletas, y, en un acto de locura, me duché con los pies descalzos, rezando porque la ducha hubiese sido limpiada esa mañana y por ser de los primeros en usarla. En el suelo había varios botes de champú y jabón a medio acabar. Sin tener ni idea de si se los había dejado alguien, que era mi primera suposición, o si la gestión del hotel los había dejado allí, usé los que me parecieron eran los más caros y rápidamente volví a mi celda a vestirme.
Con la sensación de no estar limpio, me acerqué al refectorio. Ni que decir tiene, allí no había nadie, nada más que un señor mayor, (el dueño del hotel) y una señora mayor (su mujer) que hacía las veces de cocinera. No es que hubiese mucho para desayunar, un poco de zumo de naranja y cereales. Nada más entrar, se me acercó la señora mayor a preguntarme si quería café o té. El acento la delató en seguida como griega. “Cofi, cen quiu”, le dije (el acento me delató enseguida como español), y me senté en la mesa que tenía más cerca. Al minuto, la señora me trajo un café, bastante malo, y un par de tostadas cortadas en triángulos. Cuando me vio dispuesto a untarme la mantequilla, me preguntó: “¿Te apetece un poco de beicon y un salchicha?”. Nada más que por hacer gasto, le dije que sí. Mientras la señora se atareaba detrás del mostrador donde estaban la hornilla, empezó a hacerme preguntas: ¿De dónde eres?, ¿qué haces?, ¿estudiante, de verdad?. Mi muy estimada hostelera me debió ver mal alimentado, ya que, entre preguntas y respuestas, la salchicha y el beicon se convirtieron en una fuente de beicon con salchichas, tomates asados, baked beans, champiñones y huevos revueltos. Para mi mayor sorpresa, la señora se sentó enfrente de mi en la mesa, dándome conversación mientras me aplicaba con denuedo al millón de calorías que me estaba metiendo entre pecho y espalda. Así, entre salchichas, cafés y tostadas descubrí que la señora había conocido a su marido durante la II Guerra Mundial, cómo se había venido aquí, sus idas y venidas, el paradero de su hijo y la actual situación de la por entonces muy joven Universidad de Luton. Pronto me di cuenta de que era el único cliente del bed and breakfast, y, de no ser por lo cutre que era la habitación, lo recomendaría nada más que por el servicio. Casi con pena, pagué las treinta y cinco libras de la habitación y me subí al taxi que había apalabrado la noche anterior para ir al aeropuerto.
Supongo que el negocio no les debía ir muy bien a tan entrañable pareja, pues cuando llegué al aeropuerto me di cuenta de que se les había olvidado pedirme la llave de la habitación y a mí dársela, y eso era difícil, la llave estaba unida a un tarugo de madera de quince centímetros. Una vez en casa me sentí en la obligación de devolverla por correo con una carta de agradecimiento.
Debo ser de gustos sencillos. Cuando al año siguiente me volví a encontrar en la misma tesitura de tener un vuelo tempranero, alguna bombilla debió de dar un fogonazo en mi cabeza antes de fundirse, pues se me ocurrió que sería una gran idea repetir. Sentía curiosidad por saber algo más de aquella simpática señora de la que nunca sabré su nombre y que se sentó a mi mesa a contarme su vida mientras intentaba bloquearme las arterias con su desayuno.
Para mi mayor desencanto, nada más llegar me di cuenta de que al hotel le habían cambiado el nombre, ahora se llamaba Shamrock y en la recepción, en vez de aquel señor mayor de pelo cano y pocas palabras había un joven delgado con un corte de pelo estilo cherokee que daba la sensación de fumar algo más que Benson & Hedges. Brevemente, me hizo un recorrido por aquel hotel que nunca olvidaré, indicando la existencia de un bar por si, en algún momento de la noche “requería” una cerveza. De aquella segunda noche no guardo ningún recuerdo memorable. Venía preparado con un libro y un par de bocatas. Ni siquiera recuerdo si la habitación fue la misma o no. Lo único que recuerdo de aquella segunda noche fue que de la habitación contigua provenían ciertos jadeos guturales que a mí se me antojaba sólo podían ser una cosa. Ni siquiera me acuerdo de las sábanas ni del desayuno. Lamentable.
La primera ocasión fue algo entrañable. Una habitación pequeña, sin cuarto de baño y con una ropa de cama algo dudosa habían conseguido hacerme querer volver. Aquel hotel había hecho de su cutrez su insignia, me había provocado la necesidad de contarle a mi familia y amigos lo cutre que era, instándoles que lo visitaran, casi como una atracción. La segunda vez fue simplemente desagradable, le faltaba el carisma que aquella pareja de veteranos de la Guerra le otorgaba. Por eso, si a alguien se le ocurre pasar la noche en Luton por el motivo que sea, que no sea en el Shamrock, por muy cerca del aeropuerto que esté.
Volver a casa estaba más o menos bien. Bien porque generalmente llegaba por la noche y mis padres venían hasta Málaga a recogerme, y por norma general siempre había un bocata de jamón con tomate esperándome en el asiento del coche. Porque, como mi padre nunca se cansará de repetir: “Niño, tú come de esto, que en Inglaterra no hay”. Hombre, sí que lo hay, pero no es lo mismo. Y si no era de jamón, era de tortilla de patatas. Ese turno le tocaba a mi madre “Niño, tú come de esto, que en Inglaterra no hay”. Hombre, patatas hay en todas partes, y si no me hacía tortillas de patata en la residencia, no era por falta de huevos.
En ese aspecto, volver a casa estaba bien, el menú pasaba a ser a la carta, “¿Qué hacemos de comida hoy?”, “No sé, lo que diga el niño”. Pues eso, entre las croquetas de jamón de mi abuela, las paellas de mi madre y las tapitas con los amigos, siempre solía coger fuerzas para el trimestre siguiente. Por otra parte, volver a casa resultaba un proceso desnaturalizado. Por lo pronto, no era lo mismo que el haberse ido una temporada para volver. Cada vez que volvía a casa, era con la noción de que dentro de dos semanas me tocaba volver, y una vez acabada la universidad, tampoco tenía muy claro qué es lo que iba a pasar, no me veía volviendo para quedarme a vivir en Granada. Por otro lado, resultaba muy extraño perder el contacto con el 90% de la gente con la que me hablaba. De los antiguos compañeros del trabajo, sólo quedaron seis, aunque a lo mejor eso ya eran muchos. El resto de conocidos, personas con las que había salido incontables fines de semana, había estado en sus casas y estudiado juntos, cuando me los encontraba por la calle, siempre me hacían la misma pregunta: “¿Pero, tú no te habías ido?”. Y dolía. ¿Se supone que me había ido a la guerra y que la gente esperaba que cayese en el frente?. Y de haber compartido noches de borrachera, pasábamos a un saludo incómodo por la calle y el “a ver si quedamos” que nunca vimos. Supongo que algunos lo decían honestamente, supongo que otros por compromiso y yo, creo que nunca lo dije. Ahora, me conformo con las cinco o seis personas que veo un par de noches en Navidad, mismo restaurante, mismo menú, todos los años, y casi lo prefiero así. Seguimos teniendo algo que contarnos, y las noches con los antiguos amigos recuerdan a los viejos tiempos. Ahora, cada uno a hecho su propio camino, cada uno tiene sus nuevos amigos, sus novias y poco a poco los caminos se bifurcan. Quizás mi camino se bifurcase el primero, llevándome a un país lejano, por lo que sigo teniendo la noción de volver a casa, mientras que los demás aún siguen allí. Aún así, resulta gratificante andar la Carrera de la Virgen de las Angustias en Granada con las luces de Navidad, ver la puesta del sol reflejada sobre el río, con la iglesia de mi colegio en el fondo enmarcada por un cielo ocre manchado aquí y allí de nubes entre gris y púrpura. Resulta gratificante subir la Cuesta de los Chinos de noche y sentarse junto a la Puerta del Vino, hablando con los amigos de todo y nada a la vez.
Otra de las preguntas típicas era: “¿Y el inglés que, ya lo dominas no?”. Después de cuatro años viviendo allí, lo normal es que lo domine ¿pero qué iba responder?, al final, siempre lo mismo: “Me defiendo”.
Al cabo de unos diez días, sin embargo, me entraban ganas de volver. A fin de cuentas, cada uno de mis amigos había hecho su propia vida, y hay un máximo número de veces en que se pueden contar las mismas historietas y batallitas sin aburrirse uno mismo. Mi nueva vida estaba en Warwick, se vivía bien en aquella burbuja aislada del mundo, de modo que siempre volvía en cuanto podía.

