Las vueltas siempre eran interesantes. Por algún motivo u otro siempre llegaba por la noche, unas noches más tarde, otras aún más. La primera etapa del viaje consistía en coger un avión desde Madrid o Málaga a Londres, y en Londres hay cinco aeropuertos, cada uno con sus peculiaridades, a saber: Heathrow, Gatwick, Stanstead, Luton y London City. Heathrow y Gatwick son los aeropuertos a los que alguna vez a volado todo el mundo, y hoy en día casi todo el mundo a oído hablar de Luton y Stanstead gracias a las compañías de vuelos baratos., pero en 1998 las cosas no estaban tan claras. Las posibilidades de volar a cada aeropuerto vienen dadas por la capacidad económica de cada uno. London City Airport está situado al Este de Londres y generalmente está reservado para vuelos chárter, jets privados de ricachones y gente de negocios. En resumen, que nunca he estado ni cerca de ese aeropuerto.
Heathrow es el aeropuerto principal de Londres, situado a las afueras y al que se puede llegar en metro vía Picadilly Line o en tren desde Paddington. Heathrow no está mal, tiene un restaurante que sirve desayunos veinticuatro horas al día, dándonos a entender el carácter internacional de este aeropuerto. Sin embargo, mi atracción favorita en Heathrow es la cinta transportadora en la zona de recogida de equipaje. No hay nada más normal en un aeropuerto que una cita transportadora de equipaje, inmediatamente, cuando a uno le hablan de aeropuertos, en seguida asocia en su mente varias cosas, pero infaltablemente, una de ellas es la cinta transportadora. Pues bien, en Heathrow han conseguido darle a este ingenioso invento (como diría mi abuela, “es que los ingleses para estas cosas de tecnología lo hacen todo muy bien”) un giro siniestro que a mí me hacía mucha gracia al principio. Resulta que en Heathrow, la recogida de equipaje no está al nivel de la pista de aterrizaje, así que las maletas, en vez de ser depositadas directamente en la cinta, ascienden por una rampa, para luego dejarse deslizar hasta la cinta transportadora propiamente dicha. Llegado este punto, tengo que pedir perdón por hacer uso de un pésimo eufemismo, las maletas en realidad no se deslizaban hasta la cinta portaequipaje. En realidad, las maletas se arrojaban, tiraban, lanzaban, estrellaban, estampaban o empotraban contra al cinta transportadora. Como he dicho, a mi esto me hacía mucha gracia cuando veía pasar rodando delante de mi las bolsas de viaje que no eran de mi pertenencia. Esto es, hasta que un día vi pasar delante de mi una maleta que sí que era de mi pertenencia dar tumbos por la rampa maldita. Al instante me vino a la cabeza cierta botella de anís Machaquito que había comprado con intención de recordar mi país natal en ciertas veladas etílicas que, como pude comprobar al levantar la maleta, ya no tendrían lugar. Así que hallá me fui yo, chorreando Machaquito desde Londres hasta Coventry soportando las miradas de la gente, en las que se podía leer perfectamente: “Mira al gilipollas ese que no sabe que las botellas no se pueden llevar en la maleta”.
Gatwick es el segundo aeropuerto de Londres, y a este se puede llegar en coche o cogiendo el Gatwick Express, un tren que recorre el trayecto entre el aeropuerto y la estación de Victoria en alrededor de media hora. Gatwick no está mal, pero no goza del encanto de Heathrow, y, ni mucho menos, ha implementando las modernas tecnologías concernientes a cintas transportadoras de equipaje que exhibe Heathrow. En realidad, Gatwick es un aeropuerto corriente y moliente, y siempre que he volado hasta allí nunca me ha pasado nada digno de mención, lo cual es un alivio.
Stanstead no está realmente en Londres, sino más bien a mitad de camino entre Londres y Cambridge. Para llegar a Stanstead se puede llegar en tren desde Euston Station o en autobús desde Victoria, lo cual en sí es un acto de valentía. Veamos, Victoria está al sur de Londres en la orilla norte del Támesis, y Stanstead está al norte, lo cual supone cruzar Londres de Norte a Sur. Hay ciertas horas en las que eso no es mucho problema, pero hay otras en las que se tarda dos horas, conviertiendo un viaje de hora y tres cuartos en uno de cuatro. Stanstead parece un aeropuerto moderno, aunque siempre da la sensación de estar medio vacío. Desgraciadamente, los viajeros que aterricen en este aeropuerto se perderán los últimos adelantos en cintas transportadoras, pero sí podrán disfrutar de puertas de embarque alternativas. En Stanstead, las puertas de embarque son dobles. Veamos. En un aeropuerto normal (Heathrow, por ejemplo) cuando uno cruza la puerta de embarque espera un túnel que lo lleve hasta el avión o un autobús que generalmente tarda media hora en recorrer los cien metros que separan la puerta de embarque del avión, o, en general, algo sobre estas líneas. Pero no, en Stanstead, uno cruza la puerta de embarque, se mete en un tren que lo suelta en otra terminal, y allí, de nuevo, uno busca su puerta de embarque que finalmente le conduce al túnel que le lleva hasta el avión o al autobús que tarda media hora en recorrer los cien metros que separan la puerta de embarque del avión. A menos, claro, que uno vuele en una compañía de vuelos baratos, en cuyo caso andará los cien metros que separan el avión de la puerta de embarque.
Por último, pero no por ellos menos, tenemos el aeropuerto de Londres Luton. Mi favorito. Como su mismo nombre indica, este aeropuerto no está en Londres, sino en Luton. A este aeropuerto se pude llegar en tren, pero ni idea de cómo, o por autobús, que se puede coger en Victoria. Al igual que Stanstead, Luton está al norte de Londres, así que valgan las advertencias respecto al viaje en atoubús. Los autobuses a Luton son gestionados por una empresa llamada Green Line, cuyo horario de salidas y llegadas
oficial presenta un parecido con la realidad que es mera coincidencia. Por norma general, el autobús tarda media hora en salir de Londres, media hora que puede prolongarse hasta dos horas cuanto más nos acerquemos a la hora punta. El recorrido una vez fuera de Londres hasta el mismo aeropuerto es puramente aleatorio. Con un poco de suerte, unas veces el autobús tomaba el camino de la autovía y ya me podía dar yo con un canto en los dientes. Otros días, el camino elegido era otro, más atractivo para la vista quizá, pero en dirección opuesta a la que lleva al aeropuerto y que discurre por parajes bastante bucólicos entre arroyos y praderas verdes. El tiempo que se tarde en llegar al aeropuerto depende ya de la voluntad del conductor en volver a la autovía o la de pasearse por carreteras estrechas de un solo carril.
Las mejores emociones se tienen en Stanstead. Para llegar de Stanstead a Coventry había que coger un tren a Liverpool Street, en Liverpool Street coger el metro a Euston Station y ya, por fin en Euston Station, después de subir y bajar por las escaleras mecánicas del metro que convenientemente han dejado de funcionar arrastrando dos maletas, una mochila y una bolsa de viaje, después de sortear mendigos y gente de aspecto poco fiable, se puede uno montar en un tren que lo lleva a Coventry.
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Bien, ya he aterrizado, estoy en Heathrow y mi maleta va goteando anís Machaquito, dejando un rastro como Pulgarcito. Desde Heathrow hay autobuses directos a Coventry, lo cual no deja mucho lugar para emociones fuertes.
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Desde Luton había autobuses a Coventry también, pero al parecer el diseñador del horario le debía de tener manía a mi compañía de vuelos de bajo coste favorita, pues siempre me tenía que esperar entre dos y tres horas hasta que llegaba el autobús. Así que allí estaba yo, a las doce de una noche lluviosa de Enero, al resguardo del tiempo inclemente, hablando de todo y nada con un chaval griego que también iba hacia Warwick. Progresivamente, la cola para el autobús se fue haciendo más larga, hasta que llegó el autobús. Llegó el autobús cargado de gente, quiero decir. A lo cual se gira el chico griego y me dice: “Oye, yo no tengo billete, ¿habrá algún problema?”, a lo cual yo le respondí: “Pues hombre, tu tranquilo que no pasa nada”. La verdad es que mira que soy cruel, porque, la verdad sea dicha, admito que soy un cobarde y que en ese preciso instante veía que a pesar de mi billete abierto, no me montaba en el autobús. Mientras se abría la puerta del autobús miré a mi alrededor y vi que no vi nada. Por aquel entonces, Luton era un aeropuerto en el que la cola del Kentucky Fried Chicken era más grande que la de la facturación de equipaje de los cuatro mostradores juntos, así que el prospecto de pasar la noche en la terminal no me hacía mucha ilusión. “¿De verdad crees que no va a haber problema?” me preguntó otra vez el amigo este que me había salido de repente. “No hombre no, que todo va a ir bien”, decía yo mientras me apartaba de él como si fuera un apestado, temeroso de contagiarme de esa terrible enfermedad llamada no tener billete cuando el último autobús del día viene completo. “Amigo, estás jodido” pensé.
Rápidamente, empecé disimuladamente a empujar hasta acercarme al conductor con mi billete abierto en la mano, cual rata huyendo de un barco en un naufragio. Y tan rápidamente como empujaba, reculé cuando apareció el conductor, calvo, con pendiente y los brazos cubiertos de tatuajes gritando algo que no entendía por más que me esforzaba. En estos momentos de tensión, con un oso de ciento veinte kilos cubierto de tatuajes gritándome delante, y gente enfadada gritando detrás seguros de que se iban a quedar abandonados, hice lo único que sé hacer en estos momentos de incertidumbre: poner cara de gilipollas. Para entonces, como Pedro antes del canto del gallo, yo ya había negado por completo mi asociación con el chico griego sin billete. El conductor empezó a hablarme, señalando el billete y poniendo más cara de oso a punto de atacar. Después de desparecer brevemente dentro del autobús para comprobar si quedaba algún asiento libre, bajó, rompió mi billete y, haciéndome una señal con la mano, me instó a entrar en el autobús, cosa que hice sin pensármelo dos veces sin mirar atrás a comprobar que le pasaba al chico griego. Para entonces, los quejidos y los llantos de los que se iban a quedar atrás empezaron a subir de tono, pero el rugido del oso fue mayor y al cabo de un par de minutos, se subieron al autobús un chica y el griego, que al verme sentado me hizo un gesto de triunfo con la mano: “ª!Lo conseguí, me he subido!”. “Te lo dije”, le respondí mientras me daba la vuelta y me disponía a dormir el resto del trayecto.
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Así que me senté a leer mi recién adquirida novela de Stephen King mientras pensaba en el reguero de Machaquito que se estaría formando en el maletero del autobús. Sin mirar, una vez en la estación de autobuses de Coventry, cogí mi maleta/regadera y me monté rápidamente en un taxi, cuanto antes llegar y acabar con la vergüenza, mejor. “¿No hueles como a algo raro?” me preguntó el avezado taxista. “Pues no sé, yo es que estoy un poco resfriado”.
Amigo, que forma de cascar una botella, no es que se hubiese rajado, se había roto en miles de pedazos. Un hedor etílico inundó mi habitación mientras mis compañeros de residencia me miraban con esas caras en las que se podía leer perfectamente: : “Mira al gilipollas ese que no sabe que las botellas no se pueden llevar en la maleta”.